Le Pouldu-Concarneau-Quimper-Manoir de Kérazan-Pointe de Penmarc’h-Pointe du Raz-Saint Anne la Palud
Lo sé, la lista de paradas de hoy es larga. A mí me lo vais a contar. Pero es que he puesto el turbo. Es lo que hay.
La blanquísima luna de la que me despedí anoche al irme a dormir, capaz de iluminar cuanto había a mi alrededor, ha dado paso esta mañana a un cielo de un azul intenso como no había visto desde que dejé Burdeos. Y eso es de agradecer.
Me he despedido de mis simpáticos anfitriones del hotel Panoramique para seguir algunos de los consejos que me habían dado la víspera. En primer lugar, Concarneau. No era mi intención patearla de arriba abajo; sólo quería visitar la llamada Ville Close, que es una fortificación en medio del puerto, unida a tierra exclusivamente por un estrecho puente, y que destaca por el excelente estado de conservación. La muralla que la delimita se conserva íntegramente, y la arquitectura del interior, que es como un pueblo en miniatura, también. Todo sería perfecto, si no fuera porque lo es demasiado. Es decir, lo de siempre, todo son comercios y restaurantes para turistas, no hay vida real en el interior. Supongo que de otra manera no sería posible su sostenimiento.
Lo primero que me ha recibido al traspasar la puerta, que se abre en la muralla al cabo del único puente, ha sido una alegre música. He mirado a los intérpretes sin mucho interés y he seguido mi camino. Primero bordeando la muralla, porque había menos gente; y luego, echándole valor, entre la masa. Falta calzarse las gafas y el tubo de buceo y contener la respiración antes de sumergirse allí. Con ese espíritu, cabeza a la superficie a la mayor brevedad. Y ha sido al salir cuando me he detenido en los músicos, esta vez sí.
Como ocurre en estos casos, sus espectadores eran, en primera fila, niños, y en segunda sus adultos (algún español he oído, pero me he hecho el guiri, aunque como yo no llevaba sandalias con calcetines no sé si habrá colado). Había un músico con la mirada triste, otro con cara de complacido… Y entre el público, mucho aprendiz. Esto es bueno.
Pero pasa lo que pasa… que iba para allá… y me he líado. Vamos, que al salir de la Ville Close me he colado en un mercadillo local (pero local, local), que es donde uno realmente puede calar a los parroquianos: en su vida diaria (bueno, de los lunes, que es cuando montan este sarao). Venden de todo, claro, desde sudaderas y zapatillas hasta ricas verduras, quesos, vino, embutidos… Y parece que uno está obligado a comprar estas cosas. Que sí, que sí, que lo he hecho obligado.
Del salchichón he dado buena cuenta luego en el coche en plena ruta, a mordiscos, igual que de la correspondiente baguette. Me faltaba el vino para sentirme como un campesino tomando el almuerzo a la sombra de un árbol en medio de la siega. Bueno, me faltaban el vino, el árbol, la siega… pero por lo demás, muy francés. Pero esto es otra historia.
Relacionado con el mercadillo, quiero hacer un inciso sobre la guía que me acompaña (libro, quiero decir, no moza), la Lonely Planet. Dice literalmente: “La mayoría de los franceses compran una gran proporción de alimentos en tiendas pequeñas especializadas, como panaderías, pescaderías, fruterías… En un principio, ir a cuatro tiendas y hacer cola para llenar la nevera puede parecer una pérdida de tiempo, pero el ritual es una parte importante del día a día de muchos franceses”. Querido amigo: el mundo entero lo hace así. Estamos adoptando vuestros “supermercados-me lo llevo todo de una vez-cuatro horas haciendo la compra en el mismo sitio-¿dónde he dejado mi coche?” (de hecho, Carrefour vende bastante en Francia, ¿no?), pero, por favor, entretanto dejadnos (a los europeos, al menos) seguir conservando esta muestra de civilización. Gracias.
Por otro lado, y siento cebarme con ellos, existen rumores (y algún caso comprobado y oficialmente reconocido) de que estas guías las escriben colaboradores desde sus casas, con información que sacan de internet. Así como tengo que decir que con guías de la misma editorial en otros destinos no me ha pasado, la de Bretaña y Normandía que llevo conmigo está dando cierta credibilidad a esos rumores, porque ya he repetido varios días la sensación de que el tío que describe cómo llegar al parking de no sé dónde, o el desmesurado atractivo del puertecito pesquero de no sé qué, no ha salido de Iowa en su puñetera vida. Decepcionante. ¡Ala, ya me he desahogado!
El caso es que tras la observación del hommo mercadillus bretonensis (a lo Félix Rodríguez de la Fuente), he vuelto a mi cabalgadura, y puesto rumbo a Quimper.
Allí me he llevado una gran sorpresa al encontrarme una bonita ciudad con arquitectura típica de entramado de madera, pero desierta, para variar. Y es que, como era fiesta, casi nadie por las calles. Eso, con el sol en todo lo alto, un auténtico cambio, sí señor.
La Catedral, lo he recordado al verla, es de las que se estudiaba en clase de arte en COU (¡dónde quedó eso, Dios mío!). ¿Por qué lo he recordado? Es famosa por sus dos torres gemelas, pero lo que me la ha devuelto a la memoria ha sido no tener la nave central perfectamente recta, sino que a partir de la cruz se desvía 5 grados a la izquierda. La explicación amable es que querían replicar la inclinación de la cabeza de Cristo en la cruz; la prosaica, que querían incorporar al templo la sepultura de un héroe local, que no estaba muy a propósito situada. ¿Pensarían que la gente no iba a darse cuenta? Pero vamos, merece la visita. Y la ciudad de Quimper también, por la Catedral, el casco antiguo y las márgenes del río que ofrecen un paseo muy agradable (esta frase suena a Lonely Planet, total).
A continuación, y ya eran las 3 de la tarde, me iba a marcar un recorrido por la costa, cuya primera parada era el Manoir de Kérazan, una antigua finca residencia de varias generaciones de diferentes familias; por tantas manos ha pasado. Las últimas, las de un tal Joseph Georges Astor, que al fallecer sin descendencia en 1928 la donó a una fundación con la condición de que la preservara siempre en su estado original.
A mi estas cosas me encantan, ya lo sabéis. Poder ver cómo vivían otros me hace imaginar su vida completa. Es un viaje más. Y la propiedad invita a ello, la verdad. Está muy bien conservada. Puedes ver la cocina, un salón, el comedor, salas de juegos para hombres (por un lado) y mujeres (por otro), salón del tabaco (que el cartelito en español, en un fino alarde de Lost in translation, denomina fumadero), los dormitorios, y, por supuesto, la biblioteca. Da la impresión de que en cualquier momento va a aparecer Monsieur Astor y nos va a poner en la puñetera calle, porque todo está arreglado como si aún vivieran allí. De hecho, he estado a punto de quedarme a comer, ya que el mantel, de blanquísimo lino, con todos los servicios a punto, invitaba a ello (el mantel, porque a mí nadie me lo ha ofrecido). Aunque hubiera tenido problemas, porque los cubiertos, de absoluta autenticidad, estaban cuidadosamente cosidos al mencionado mantel. Algún “manos largas” que habrá pasado por allí y se han aprendido la lección.
En cualquier caso, el olor y el crujir de la madera, el hollín de la chimenea, el cuidado orden de los libros en la biblioteca, y al tremendamente realista retrato de mi anfitrión (que parece una fotografía, en parte por tratarse de alguien con una fisionomía, incluido el corte de pelo, perfectamente actual) te transportan a otra época. Así que no tenía ninguna prisa por marcharme.
Pero lo he hecho, a Pointe de Penmarc’h. La ruta ha sido lo que se dice un infierno. Esta y alguna más posterior. Y todo porque los franceses previeron la crisis y supieron reaccionar a tiempo, recortando el gasto en señales de tráfico que te indiquen por dónde ir, bien sur! Pero un infierno. Apenas 10 kilómetros sobre el mapa, y se hacen eternos. Rotondas, y más rotondas. Y señales en unas sí, y en otras no. ¡Ah! Prueba; ya darás la vuelta… Y tanto.
Además, parece ser que aquí se acuñó el dicho “Todos los caminos llevan a Roma”. En consecuencia, aunque en la rotonda siguiente empieza la carreterera súper ideal de la muerte para ir a, por ejemplo, Penmarc’h, ya en esta rotonda aanterior te digo que por este camino de cabras también se va. Eso sí; no te digo que es un camino de cabras. Suerte.
Vamos, que en algún momento he jurado en arameo. Pero he llegado, claro.
Pointe de Penmarc’h es, por supuesto, un cabo. Con un faro. Un faro, sobre un cabo. El cabo no sé, pero el faro tiene más de 300 escalones que te van sacando los higadillo según subes; pero subes, claro, porque si no, ¿para qué vas? La vista merece los 300 escalones (no sé si también los juramentos del camino, pero bueno). Pero está en una porción de costa no del todo espectacular.
Para eso es mejor contarte veinte, y seguir hasta la siguiente casilla: Pointe du Raz. Entre que allí sí, al fin, hay acantilados (no es Dover, pero merecen la pena), y que había dejado este destino intencionadamente para la hora más tardía del sol, la escena allí ha sido muy buena. Al faro que hay en Pointe du Raz no se puede subir, más que nada porque es parte de un pequeño puesto militar, pero puedes caminar por los peñascos hasta que el valor o la pereza te lo permitan. En mi caso, mi límite no me lo ha puesto lo uno ni lo otro, sino el hombre del hotel de esta noche, que cuando he llamado para avisar de que llegaría tarde ha hecho alusión a esta costumbre nuestra de los nacidos al sur de los pirineos de llegar siempre tarde, y ha insinuado que las 23:00 zulú sería una hora completamente desaconsejable (¡ya, y para mí! Si no, a qué hora voy a terminar hoy de escribir el blog, alma de cántaro…). Paro hay una bonita estatua de la llamada Nuestra señora de los náufragos, por motivos obvios. El suplicante idem postrado a sus pies tiene la capacidad de conmover, la verdad.
En fin, que tras reposar un poco sentado en una piedra y contemplando, por supuesto, el principio nada más de una hermosa puesta de sol, carretera y manta. Y ahora, tras unos kilómetros de vuelta a la oración en una lengua muerta, finalmente me he encontrado un tramo despejado para un vaquilla como es debido. Vamos, que he pasado de 70 km/h, y sin ir encajonado en el rebufo de una autocaravana. Toda una proeza.
Mi bienvenida al hotel era un cartel DIN-A3 pegado a la barandilla de la escalera con un mensaje indicándome que yo mismo me sirviera la llave de la habitación. Pero no ha sido necesario porque al tiempo que lo veía, la amable propietaria ha gritado desde detrás del mostrador: “¡Ah, ya puedo irme a la cama!” – Joder, que bienvenida – Y yo que había prometido las 21:30 y eran las 22:00 (más que nada porque esto está más escondido que la aguja del pajar).
Debí haberle contestado: « ¡Oui, mais non avec moi! ». Pero he querido preservar la alianza de civilizaciones.
Muy chulas las fotos. ¡Tienes que hacerte un álbum del viaje! 1abrazo!
ResponderEliminar