Mont St. Michel-Carentan-Utah Beach-Valognes
Si consigo hacer esto, es que soy un tío disciplinado; germánico, diría yo (luego entenderéis por qué lo digo).
Esta mañana, a primera hora (la mía, porque con las horas a las que me dormí ayer, prácticamente he vuelto a agotar el horario para dejar la habitación) he tomado una decisión sobre mi itinerario, y me he venido a Normandía. Con tranquilidad, por autopista, y con algún atasco (es sábado de agosto, ¿qué esperaba?), pero he optado por jugar al desembarco. No sin antes, por supuesto, hacer una foto de despedida a Mont St-Michel.
Y es curioso, pero es llegar aquí y sentirme como en casa. Me encanta este lugar. Pero antes de nada, una precisión: para aquellos que os perdisteis Nos vemos en Escocia (¡Bienvenu!, Un pezado de historia), sabed que a la vuelta de ese viaje pasé por Normandía en misión de reconocimiento, de cara a este año, y mira tú por dónde, aquí estoy otra vez. En aquella ocasión visité algunas zonas de las playas Omaha y Gold, así que si hago referencia ello, ese es el motivo. Y podéis leer allí mis impresiones de entonces. Procuraré no repetirme.
El caso es que, con calma, y tras una parada de información turística en Carentan (pequeño pueblo especialmente apreciado por los devotos de Hermanos de Sangre/Band of Brothers), he ido trazando mi ruta hasta llegar a donde, con algunos esfuerzos, esta mañana he conseguido alojamiento: Valognes.
Mi primera parada real ha sido en The Death Man’s Corner, un cruce de caminos que fue así bautizado cuando, tras varios días de invasión post-desembarco, aún seguía el cuerpo de un soldado americano pendido de la torreta de un tanque que fue blanco de una granada alemana en el día D. En ese mismo lugar es hoy visitable una casa que sirvió de puesto mando a los alemanes, primero, y a los aliados, después, y que ahora es un pequeño museo.
Como filosofía, no os voy a aburrir con cada cosa que vea en un monumento a los caídos, museo, playa… y cada historia sobre la guerra que llegue a mis oídos, porque sólo puedo conseguir que me esperéis a la vuelta para pegarme un tiro a mí, y no es plan (más que nada, porque el año próximo me gustaría hacer otro Nos vemos en…). El caso es que el pequeño mueso (e insisto en lo de pequeño, muy pequeño, está bien, pero prácticamente ocupa más superficie la tienda que la exposición en sí, lo cual es bastante indicativo), debo indicar, de nuevo para los aficionados a Hermanos de sangre, que hay un área en particular sobre el teniente (y luego más cosas, tras varios ascensos) Winters, de la Compañía Easy de la 101 aerotransportada, que hace ilusión ver. Pero es reducida, no os creáis.
Y luego, al museo del Desembarco de la Playa Utah, que es capaz de requerir un par de horitas para verlo como es debido, aunque al principio parece más pequeño. Aquí (en Normandía, digo), de todas formas, acabas oyendo varias veces las mismas historias, a las que sacan partido en varios sitios diferentes a la vez. Con esto no quiero decir que no merezca la pena visitarlos; sólo que no hace falta, ni mucho menos, verlos todos. Visitas alguno, te refrescan la historia, pones nombres, caras y contextos a los implicados, y acto seguido te vas a la playa a imaginar las terribles escenas, acciones, efectivos, equipos, historias personales. En eso consiste, creo yo, venir a Normandía, y específicamente hacer turismo del día D.
Viendo la playa Utah, uno entiende con relativa facilidad por qué la batalla en ésta fue considerablemente menos cruenta que en la playa Omaha: apenas existe desnivel entre la arena y las posiciones defensivas alemanas. Sin embargo, en Omaha, los acantilados de entorno a 30 metros no ponían las cosas nada fáciles a quienes, desde la arena, con pesados y empapados equipos, rodeados de los cuerpos de sus predecesores, intentaban alcanzar una posición segura bajo el implacable fuego enemigo; aparte de que los bombardeos preparatorios y los lugares de desembarco fueron mucho más precisos en Utah que en Omaha.
Hoy en Utah sólo queda el férreo esqueleto corroído de una barcaza de desembarco norteamericana, mucho menos de los restos que aún asaltan la conciencia del visitante de las playas Omaha y Gold, en algunos casos colosales, que impiden pensar en otra cosa que no sea el desembarco (como los restos de los puertos Mulberry de la localidad de Arromanches).
En fin, en cualquier caso, ambas se tratan de dos playas extensísimas, que hoy en día son un paraíso de paz, sin apenas un alma. Puedes ponerte a pasear y se pasan las horas volando, tienes espacio para ti todo el del mundo, un viento moderado pero constante que te mantiene despierto (y fresco), y una preciosa puesta de sol tierra adentro, no por el mar.
Ahora que lo pienso, otro de los motivos por los que me encanta Normandía es que la gente desaparece. En efecto, te puedes encontrar con turistas en los museos y baterías desvencijadas del día D (hay unos cuantos), pero nunca son una turba como en Bretaña, y menos por las carreteras, por las que circulas a tus anchas disfrutando de los kilómetros (no hace falta hacer muchos, las distancias son cortas).
En fin, el caso es que tras el baño de historia del siglo XX, en la playa, y con el fin de terminar hoy a una hora decente, me encamino a Valognes. Y cuando llego encuentro una ciudad pequeña, bonita y tranquila hasta morir (ni un alma en la calle). Entro a mi hotel (Gran Hotel de Louvre) por una estrecha cochera, a un patio y de él a una nave antigua, con techos altos en V soportados por vigas de madera, en la que dejo mi coche y con el equipaje a cuestas me acerco a la recepción, pasando antes por otro patio. Hasta aquí, la sensación es completamente de haber dejado la cabalgadura en el establo de la fonda esperando a que llegue el mozo y le cambie los herrajes, mientras me dirijo al posadero para conseguir un catre y unas viandas. Muy genuino todo.
El caso es que este hotel tiene mucho carácter; es pequeñito, y algo viejo, pero tiene encanto. Desde la recepción he visto los trajines de la cocina (antes había visto el restaurante, pequeño pero elegante y repleto, lo cual es buena señal) y he tomado nota, para luego. Además, el nombre del hotel coincide con el del museo parisino en el que obtuve mis primeros antecedentes penales en Francia: en una mañana, de mi primer viaje a esa ciudad, me llamaron la atención (como si hubiera guillotinado a Carla Bruni, por aquella época aún invisible cantante) dos veces: una por sentarme en una barandilla de escalera; otra por hacer sonar una alarma por algo parecido. El caso es que todo iba a favor.
La encargada de la recepción, que también lo es del restaurante, es una mujer de unos cincuenta y tantos, que me recuerda muchísimo a una hermana de mi abuela, que, española ella, de vivir en Zurich había adoptado una fisionomía totalmente suiza o alemana, lo cual le hacía parecerse al conductor del tanque Tigre superviviente de las escenas finales de Los violentos de Kelly, además de mantener siempre una indeleble y panorámica sonrisa, muy expresiva. Pues así es mi anfitriona esta noche.
Tras las gestiones habitacionales, decido darme el homenaje de cenar sobre mantel de lino en el restaurante del hotel: seis ostras de diferentes maneras (3 crudas con salmón y 3 gratinadas), solomillo de cerdo, y una especia de fondant de chocolate caliente sugerencia de mi pariente lejana, que ha resultado estar muy bueno. Todo ha resultado estar muy bueno (no obstante, las ostras al natural de etapas anteriores estaban mucho mejor, más auténticas). Y dado que no tenía que conducir, una copita de Burdeos blanco, que ha acabado siendo media botella, y por la patilla (lo que no me pase a mí).
Estaba yo tan ricamente a lo mío, cuando mis vecinos de mesa (una pareja en cena íntima, cénit de viaje romántico de fin de semana, pues no debemos olvidar que es sábado por la noche), en particular el varón, me ofrece la media botella de vino blanco que le resta por tomar, porque no va a poder con ella. Y yo busco la cámara oculta, claro.
He aquí una diferencia importante entre un americano, un francés y un español (a lo chiste de toda la vida): mientras el americano pide la “doggy bag” y se lleva la botella a casa porque la ha pagado, y el español se la bebe porque la ha pagado (aunque luego vaya a conducir), el francés se la ofrece al de la mesa contigua, porque es una pena tirarlo. Eso es clase y savoir faire, Oui Monsieur! Y yo, lógicamente, la he aceptado. Y además me la he bebido, claro. Pero no veáis qué corte, porque ellos han seguido un buen rato, y a mí me daba reparo rellenar mi copa con su botella, con ellos delante. Por eso, al principio les insistía: ¿seguro que no queréis más? Y luego, carretera y manta.
Finalmente, era ella la que pagaba la cena, así que es una señorita francesa la que me ha invitado a media botella de vino francés, aunque el caballero francés haya querido ponerse la medalla. Bueno, él se ha llevado la chica y yo el vino; por hoy, me parece bien.
Eso sí, ese calorcito que sigue a una cena rica con un vino rico ha empezado a apoderarse de mí (por eso tiene mucho mérito estar escribiendo estas líneas ahora, puñeteros, cuando debería estar durmiéndola), así que mañana deberé releer a primera hora estas líneas, por si debo autocensurarlas.
Por todo ello, y mucho más, y de ahí el título de esta entrada, hoy debo confesaros que estoy enamorado: me encanta Normandía. Vive la France! Y dulces sueños a todos.
Enhorabuena por las fotos de ayer. Nos hemos quedado impresionados con la información sobre las mareas. Hemos de decir que admiramos lo gráfico y descriptivo de las sensaciones que experimentas.
ResponderEliminarPor cierto lo que yo llevo puesto hoy no es Burdeos, sino Pazo do Barrantes, pero con una olla aranesa, una lubina y unos boletus que nos han sabido a gloria.
Efectivamente en España la botella nos la bebemos entera, que para eso la hemos pagado. Por supuesto, luego conduce la "jefa".
Seguimos en Vielha. Un beso y deseando una nueva entrega.....
Bieeeeeennn!!! Bravo por la elección, aunque ya sabes que tal vez te toque repetir destino, aunque en mejor cabalgadura:-), para hacer de guía diplomado.
ResponderEliminarPeñalara
Después del detalle que ha tenido contigo el caballero francés y enterarme que los multimillonarios de tal patría han pedido al cepillador de la Bruni (para que se entienda, el que se la cepilla) que les suba los impuestos, he de decirte que te libero de la petición que te hice el otro día sobre las fresas. Yo creo que estos franceses están cambiando y prefieren vivir la vida que acabar curaron en Francés Telecom...
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