jueves, 25 de agosto de 2011

Sabor a final

Amboise-Azai le Rideau- Rigny Usse- San Sebastián
Segundo día de castillos y, objetivo, dos de ellos (lamentándolo mucho, no se puede atender toda la oferta existente, porque esto perdería sentido). Y luego Dios dirá, porque, de momento, no parto con reserva de alojamiento alguno: no sé qué haré después, dónde llegaré, ni a qué hora.
Por lo tanto, a primera hora paseíto al aparcamiento, dejando a mano izquierda el castillo de Amboise, que creo que es interesante porque tiene un aire más medieval que otros (pero quedará para otra ocasión, así como otras cosas, y de esta forma tengo excusa para volver), y carretera hasta Azai-le-Rideau.
Este es un castillo con un aire ligeramente diferente a los del día anterior, por varios motivos. El primero, porque su conservación es ahora competencia del Estado francés, y eso se nota en ciertas cosas (conservación impecable, pero presentación más aséptica y formal, con menos “detallitos” que otros). Otro de los motivos por los que tiene un aire diferente es el entorno: se encuentra también rodeado por agua, como el de Chenonceau, pero al mismo tiempo también de más vegetación: unos tupidos árboles delimitan un cerco alrededor del río/foso, que deja al castillo “enmarcado”, y al mismo tiempo hacen que te lo encuentres más por sorpresa, o esté más recogido.


Su estilo es muy cuidado, como si quien lo diseñó prestara mucha atención a los detalles. Un famoso autor francés (cuyo nombre no recuerdo, lo siento) se refirió a él como un diamante incrustado en el río, y al contemplarlo desde el exterior puedes entender a qué se refería.
Respecto a la “infraestructura” de la visita, tengo que decir que, contando con audioguía en castellano, no está tan conseguida como la de Chenonceau. Esto es así en parte porque el recorrido no está ordenado de acuerdo a la grabación (los números que determinan el orden de reproducción de ésta no son correlativos), y eso despista.  Pero existe una disculpa para ese “desorden” de las grabaciones: en los últimos tiempos, han restaurado e incorporado a la visita el ático del castillo (la bajocubierta). Y, sin duda, bienvenido sea el desorden, porque la ganancia vale la pena.
El ático es, de hecho, una de las partes más espectaculares: se trata de todo el vano comprendido entre el techo de la segunda planta y la cubierta, consistente en una impresionante estructura de madera, que soporta un tejado que alcanza una altura e inclinación considerables, diseñada de tal manera que, primero, parece arte de magia que aquello se tenga en pie y, segundo, consigue que absolutamente ningún soporte (columna, pilar…) rompa el espacio diáfano del piso, también de madera. Esto hace pensar en la extraordinaria pericia de los “carpinteros” que, en el siglo XV, fueron responsables de semejante prodigio. De hecho, la habilidad de los mismos y sus obras han sido reconocidas por la UNESCO como parte del patrimonio intangible de la Humanidad. Realmente, es sorprendente. Y el olor a madera añeja te envuelve cuando abordas el ático, junto a toda la estructura teñida por el sol que se cuela por las ventanas. No hay duda: se queda grabado en la memoria.
Desde alguna zona del ático puedes ver el llamado camino de ronda: un pasillo de piedra que rodea todo el castillo en lo más alto de su fachada para, como su nombre indica, hacer las rondas de la guardia y servir de punto de observación y, en su caso, de defensa. Es este un vestigio de la concepción original de la construcción, muy diferente de la que determinó la decoración posterior de las salas que forman parte de la visita, unos pisos más abajo, mucho más “palaciega”.
Las cocinas, la gran escalera central, y por supuesto los jardines, son también atractivos de este castillo, pero eso lo encontraréis en las guías.

Por supuesto, también aquí he tenido mi pequeño incidente de rigor. Si recordáis mi visita al Manoir de Kerazan (véase Si hoy es martes, esto es Bélgica), allí comprobé cómo la apetecible mesa de comedor no iba a poder darme servicio al encontrarse los cubiertos cosidos al mantel. Pues bien, aquí también había preparada una deliciosa mesa de comedor, con cuatro servicios (yo iba sólo, pero me valía). El caso es que, acordándome de aquello, y viendo que aquí no habían tomado tales medidas de seguridad, he extendido mi brazo para dar un pequeño empujoncido a un cuchillo y comprobar que el Estado francés había caído en una imperdonable falta de celo en la protección de su patrimonio. Piiiiiiiii!!! Una horrososa alarma me ha hecho pegar un bote que casi me quedo prendido al techo como un gato perseguido por un Rottweiler. Afortunadamente, el estruendo ha sido breve, y para cuando mis pies han vuelto a sentir el contacto del suelo, ya había cesado.

Entonces he esperado la llegada del séptimo de caballería de la Gendarmerie para determene, empapelarme, deportarme, y negarme la entrada en tierras galas de cara al futuro (el próximo Nos vemos... no será en Francia, me temo), pero no. La cámara de seguridad que me vigilaba desde un rincón del altísimo techo debe ser considerado un elemento suficientemente intimidatorio (junto con los maltrechos tímpanos) como para haber aplacado cualquier nuevo intento de contacto con la cubertería y cualquier otro ornamento, así es que he seguido deambulando por la misma sala con cara de "qué gracia, estas cosas pasan", hasta que he pasado a la siguiente estancia que... Piiiiiiiii!!! Toma, otro pánfilo como yo. Está visto que soy uno más.

Lo bueno ha llegado cuando mi emulador me ha alcanzado y me ha mirado como pidiendo perdón. Yo he pensado en decirle "Tranquilo, si yo he hecho lo mismo", pero he sido ruín y he preferido seguir disfrutando ese sabor de victoria del estudiante de segundo que ve al de primero sufrir las novatadas. Seré perro...
Tras comer algo medio rápido (y no memorable) en el mismo pueblo, sigo camino hasta el castillo de Rigny-Usse, famoso, entro otras cosas, por ser el que sirvió de inspiración a Charles Perrault para La Bella Durmiente. Este es propiedad de una particular, y, de los cuatro en los que he estado, es en el que la visita está menos cuidada (apenas un folio por las dos caras para que tú solito te  orientes) y la que es más cara, con diferencia.

Pero eso no significa que no merezca la pena: de nuevo los extremos son lo más destacado. En los bajos, las cocinas y, más interesante aún, unas escaleras que desde ellas te llevan hasta los sótanos, robados a las rocas, de los que parten unos antiguos pasadizos “secretos” que conducen al bosque, pensados como vía de huída en caso de ataque (hoy no visitables por riesgo de derrumbamiento). Y en los bajos también, una descomunal instalación de calefacción de los “felices veinte”, cuando el entonces propietario decidió ampliar las comodidades del lugar.
En el otro extremo del castillo (esto es, en la planta alta), junto a su correspondiente camino de ronda (que también lo tiene), recreaciones del famoso cuento y, completamente diferente al de Azay-le-Rideau, el ático, preservado como un desván tal como nosotros lo evocaríamos: repleto de viejos muebles, trasnochados cuadros, desvencijados juguetes y un sinfín de objetos de otras épocas, pasando allí las horas, como esperando a que alguien haga limpieza y, de una vez, llame al chatarrero para llevárselos (por la capa de polvo y telarañas les cobraría sobrepeso, fijo). Apuesto a que, entre todas aquellas cosas, hay unas cuantas que, mínimamente aseadas, merecerían estar expuestas y no olvidadas. Esto da una idea del “insuficiente” cariño con que está conservado este castillo (lo cual, insisto, no significa que no merezca la visita).
Fuera del castillo, una bonita capilla y, detrás de ella, el acceso a las cuevas horadadas en la roca en las que durante siglos se elaboraron y conservaron los vinos de la propiedad. También hay que verlas.
Cuatro de la tarde y visita concluida. Y ahora, ¿qué? Como os decía, no tenía reserva de alojamiento, y realmente el último par de días ya venía teniendo la impresión de que el viaje estaba llegando a su fin. El motivo de fondo para no tener decidido mi lugar en el mapa para cuando llegara la noche era que me veía empezando a hacer kilómetros de vuelta a casa, y en efecto, en ese mismo momento, así lo hice.
Con el depósito lleno, ruta hasta la autopista y, de allí, rumbo sur, hasta que el cuerpo aguante. Y ha resultado no ser el cuerpo, sino el combustible, el que ha marcado el final: sin una sola parada, he alcanzado la frontera y, en la entrada a San Sebastián, he parado a repostar, comer algo, y estirar la piernas (esto último ha sido lo que más me ha costado porque, sin haberme dado cuenta, había perdido casi completamente la funcionalidad de la derecha –soy un bestia, lo sé-), y aún me planteaba retomar la ruta ya hasta casa, con un par.
Pero en ese momento he recibido la llamada de otros dos queridos peregrinos que andaban deambulando también por Francia durante los últimos días (lo que, sin duda, me servirá para futuros Nos vemos…), y se disponían a hacer noche, precisamente, en San Sebastián. Y una oportunidad así nunca se deja pasar.
Así es que final de la jornada en muy buena compañía y compartiendo unos memorables gin tonics en el “Holly” (dadas las horas, no me he atrevido a llamar a mis anteriores anfitriones en la ciudad, pero me he quedado con las ganas…).
Y así pasaba la primera noche con auténtico sabor a final, y la primera también en la que no escribía la correspondiente entrada del blog “en caliente”, con cierto cargo de conciencia frente a quienes me habéis estado siguiendo, he de reconocerlo, porque tenía la sensación de que os ibais a encontrar una despedida que aún no esperabais.
El mismo instinto que me ha hecho elegir un camino u otro, un restaurante u otro, un encuadre u otro, el mismo, me había dicho unas horas antes que el viaje había terminado. Y le debía, como mínimo, hacerle caso. Ahora ya estaba en San Sebastián. Pero eso sí, aún había que llegar a casa.

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