Morlaix-Cap Fréhel-St Malo
Sabía yo que tenía que seguir mis corazonadas, siempre desfaciendo entuertos. Harto ya de confiar en las indicaciones de la guía, esta mañana durante el desayuno he decidido dar la vuelta a esto, y me he hecho un repaso de aquello que pudiera ser de interés en la costa norte de Finisterre que fuera motivo suficiente como para seguir posponiendo otros sitios que hace tiempo tengo en el punto de mira.
He llegado a la conclusión de que no tenía sentido seguir dando vueltas por la Bretaña occidental. La ventaja de ir a la aventura, sin reservas, es que puedes cambiar los planes siempre que quieras, en función de lo que vayas viendo. De hecho, ese es el motivo fundamental de que lo haga así.
En consecuencia, he decidido pasar al plato fuerte: hoy escribo desde St. Malo.
El objetivo era llegar aquí al final del día, a dormir, para mañana empezar a patear esta sugerente ciudad desde primera hora (y probablemente quedarme a dormir una segunda noche). Tras el desayuno, en internet he localizado una Chambre d’Hote, he llamado, y a la primera he conseguido alojamiento: buena señal, voy por el camino correcto. Adiós Brest…
Durante el día me reservaba algunas paradas que sí parecían merecerlo. Primero, tras unos cuantos kilómetros durante la mañana, las hermosas playas de la Costa de Pentievre. Por ejemplo, la de Pléneuf-val-André, con un paseo marítimo al que dan las puertas traseras de unas grandes casas de veraneo (me recuerda al de Ribadesella). La playa en sí es inmensa, y, como se aprecia en muchas otras de la zona, las mareas en Bretaña son muy fuertes (dice la guía que de las más potentes del mundo, pero como ya no somos amigos, no me lo termino de creer), así es que los cuatro gatos que hay (en este día soleado y caluroso) están fácilmente a 300 metros del agua, pero a escasos 20 de la marca de la última marea (en algunos sitios ves que la marea retrocede, facilmente, un par de kilómetros sin inmutarse). Un sitio bonito, sí señor, y muy tranquilo.
Paseíto y a seguir. Ahora a pensar en las vistas, pero también en las viandas. Mi querida amiga me dice que hay un pueblecito, Erquy, que es la gloria de las vieiras, las mejores del mundo mundial. Es cierto que se trata de una variedad que parece ser conocida, las coqueilles St-Jacques. Como soy un hombre confiado, allí que voy. Es más, busco exactamente uno de los dos restaurantes que recomienda, La Cassolette, y entro.
Como no hay sitio en la terraza, me convierto en el único ocupante de un salón cuidadosamente decorado, con paredes de piedra, vigas de madera soportando un techo blanco, y delicadas mesas, muy juntas entre sí, con manteles estampados en blanco y granate a juego con las cortinas. En cada mesa, una lamparita encendida pese a ser mediodía y, como decía, estar el comedor vacío. Pero se nota desde el principio que en este establecimiento se hacen las cosas con cuidado.
Me acojo a un menú de productos de la zona a base de: una crema fría en un vasito de cristal como entrante; ni idea de qué era, pero estaba buena (lo siento). De primero, la concha de una vieira conteniendo cinco vieiras crudas, separadas unas de otras por una fina capa de calabacín, y aliñado con un suave bálsamo ligeramente cítrico. Como hablar con Dios (sin ánimo de ofender).
De segundo, una pasta que sirve de excusa para, con otra salsa deliciosa, servir otras seis vieiras, esta vez a la parrilla. Ni qué decir tiene que estaba espectacular.
A continuación, lo que yo creía que era el postre, pero no: unos finos canutillos crujientes rellenos de queso. Finísimos (de apariencia y de sabor). Deliciosos. Y precedían a un postre también muy bueno, con un café de morirse (con crema en vez de leche). Vamos, que me ha faltado el puro.
Para los pragmáticos, decir que han sido 40 euracos, que no habiendo tomado vino no me parece barato exactamente. Pero lo cierto es que a mí me ha merecido la pena (después del día de ayer, por cierto, haciendo la dieta del salchichón en el interés del programa). La comida, el servicio, y el ambiente: 40 euros por un viaje al corazón de una tierra (sea Bretaña o cualquier otra), a través de sus mejores materias primas y cocinadas con esmero, no es dinero. Me iré muy contento de Bretaña con mis ostras y mis vieiras en el corazón (y el salchichón con su baguette, por supuesto).
Siguiente parada, Cap Fréhel, un nuevo cabo con un nuevo faro, también visitable, aunque gracias a que es más bajito que el de hace unos días, llego arriba sin necesidad de respiración asistida. La vista es bonita, porque la costa lo es. Y la luz acompaña: el sol radiante, pero ya tardío, da viveza al azul del cielo, y por tanto también al del mar. Y allá en lo alto me encuentro otra sorpresa: una Konica, modelo de principios de los ochenta, igualita al legado familiar que tengo la responsabilidad de custodiar (porque no puedo decir que sea mía). Y en perfecto estado de revista; bueno, lo digo porque la niña que la portaba la estaba usando siguiendo instrucciones de su madre, y se notaba que lo hacía con respeto, como hay que tratar a una belleza así que aún sigue funcionando (eso sí, la funda estaba que daba pena verla, pero eso es porque tiene horas de vuelo, como tiene que ser). Yo, de vez en cuando, desempolvo la mía (que no es mía) y me dedico unos carretes (llevo diez minutos hablando de una cámara de fotos, por si este rollo friki se le escapa a alguien), la última vez hace un par de años.
Una vez fuera del faro, al encaminarme al mismísimo acantilado, me encuentro, de nuevo, con los famosos montoncitos de piedra, que de tanta proliferación ya están perdiendo impacto.
Pero uno siempre puede contar con que aparecerá otro igual de pesado para aburrir al personal a base de clicks. No se habrá dado cuenta que cualquier foto que él haga ya la tengo yo desde hace días… (que no me he picado, que no es verdad…). El cazador cazado.
Y por último, el Fort la Latte, un castillo (con nombre que suena a café con leche en italiano), que se encuentra en un islote unido a tierra por dos puentes levadizos consecutivos, en la siguiente punta de tierra a la del faro. Su estado de conservación impresiona. La construcción está impecable; los puentes levadizos, con sus juegos de contrapesos para su izado, perfectamente operativos; alguna estancia perfectamente decorada. De hecho, aquí sí que parece que va a llegar el propietario en cualquier momento: el hogar está encendido. Tal cual. Me estaba oliendo a quemado. Me asomo, desde el exterior, a una ventana que da a una especie de gran salón completamente ambientado, y veo lumbre en el hogar (a la vuelta me he dado cuenta también, de hecho, de que sobre la mesa central de la estancia había un gato lamiéndose una pata; me ha visto y se ha desplazado a un sitio más discreto. Palabra).
Vamos, que el castillo espera la llegada de los señores. Entre su estado y su emplazamiento, merece mucho la pena. Y la sensación es más fuerte cuando subes a las almenas y el viento, potente (tanto que casi te tumba) te trae el profundo olor del mar.
Y, finalmente, a St. Malo, relativamente prontito (he llegado a las 21:00), para aprovechar mañana. Esta es una de las estrellas del viaje, no puede defraudar. Por el momento, el alojamiento es espectacular. Una antigua casa de campo de un naviero de St. Malo, ciudad (de corsarios, dicen las malas lenguas) cuya expansión ya ha hecho desaparecer el campo entorno a mi morada y lo ha sustitiodo por un Carrefour y un acuario. El progreso, del que ha venido a lamentarse mi anfitrión de manera taimada al contármelo.
Pero la casa conserva todo su encanto. Según entras al vestíbulo, ves despegar una escalera pegada a la pared izquierda hasta la planta superior. La barandilla es de una contundencia brutal, de una madera sólida como el granito, y posar la palma de la mano sobre ella es encajar dos piezas de un puzle, y deslizarla al subir es como acariciar un bisón: curioso el contraste entre ese tacto y su aspecto robusto, que parece que la madera ha echado raíces que alcanzan el mismísimo centro de la Tierra.
Antes de la escalera, una puerta da a un gran salón, con varios ambientes, que incluyen una mesa de ajedrez con las piezas dispuestas, unos sofás frente a la chimenea, una librería con área de lectura… Todo con un mobiliario cargado de años e historia, y muchísimos libros. El olor, de hecho, haría innecesaria esta descripción: huele a añejo, a madera noble, y a historia.
Antes de la escalera, una puerta da a un gran salón, con varios ambientes, que incluyen una mesa de ajedrez con las piezas dispuestas, unos sofás frente a la chimenea, una librería con área de lectura… Todo con un mobiliario cargado de años e historia, y muchísimos libros. El olor, de hecho, haría innecesaria esta descripción: huele a añejo, a madera noble, y a historia.
Mi habitación, al final de la escalera, es la llamada Habitación del armador (soy un enchufado) y, aparte de ser enorme, la cama con medio dosel, la librería repleta, las maquetas de barcos, las metopas y cuadros de navíos en las paredes, el escritorio (ante el que estoy ahora mismo) y las espectaculares vistas a los cuidadísimos jardines me han enamorado desde el principio, y sin permitir a mi anfitrión despedirse y entregarme la llave, le he pedido ampliar la reserva una noche más. Lamentablemente, no tiene disponibilidad. Mala suerte. Pero mañana por la mañana intentará conseguirmela a través de un conocido. ¿Me darán la habitación del rey?
Eso sí, el armador invierte en tecnología y me presta su wifi. Él entiende que esto tenía que contároslo.
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