martes, 16 de agosto de 2011

Magia

Saint Anne la Palud-Locronan-Cap de la Chèvre-Camaret sur Mer-Landévennec-Huelgoat-Morlaix
Otro largo día, porque yo lo he querido…  Primera parada, Locronan ; un bonito pueblo de casas de piedra, donde cada una, por insignificante que fuera, tenía un relieve medieval en la fachada o algún otro ornamento más digno de una catedral. Como he llegado relativamente pronto, me he adelantado a la marea de visitantes con la que me he cruzado al irme, por lo que he podido dar un paseo tranquilo sin rumbo fijo. Y por azar he acabado en el cementerio (esta vez no para quedarme, lagarto, lagarto). Estos lugares también cuentan cosas de la gente y la comunidad. El de Locronan, por ejemplo, te habla, una vez más, del recuerdo de la Segunda Guerra mundial, y de algunas costumbres adoptadas aquí para el homenaje a los caídos.
Aparte del consabido monumento a “los hijos de Locronan caídos por Francia”, se da una cosa curiosa en muchas de las sepulturas. Además de la inscripción de rigor, sobre muchas lápidas reposan (de manera permanente) placas puestas por otros familiares, amigos o, lo más común, compañeros de armas en recuerdo del caído, ya sea en la contienda o muchos años después, siendo veterano. Estas placas son como portafotos de un todo a 100, sin relación estética alguna con el resto de la sepultura. Al menos a mí, al verlas, me ha dado la sensación de que están diciendo: “Ojo, este caído también es mío, y pongo aquí encima lo que quiero”. Curioso.
Aparte de esto, el paseo ha dado como resultado unas cajas de galletas bretonas. Veremos cuántas llegan a casa (¡una seguro, que es para las chicas de mi pool!).
De allí a Cap de la Chèvre, un remoto punto de la costa donde, aparte del correspondiente centro de radar de la marina, te encuentras unas bonitas vistas sobre la Bahía de Douarnenez desde un paisaje casi lunar; un terreno desolado, a golpe de viento, en el que sólo encuentras mucho brezo (creo), y un puesto de observación y defensa alemán de la Segunda Guerra Mundial, lamentablemente conservado, todo hay que decirlo. A los de Normandía les sacan mucho más partido, y este ofrecía posibilidades, dada su dimensión. Junto a él, una gran placa homenaje a los caídos del 17º escuadrón de caballería del ejército norteamericano de Patton, por dejar aquí la piel para tomar la posición el 18 de septiembre de 1944; y, alrededor, pequeños montoncitos de piedras, pequeñas torres, erigidas de manera espontánea, a manera de petición, ofrenda u homenaje. Esto lo hemos visto ya en otros sitios, ¿verdad?


A lo largo y ancho de todo el cabo los caminos se ramifican una y mil veces, ofreciendo infinitas oportunidades para recorrerlo por senderos diversos. Una caminata agradable (hoy también bajo un hermoso sol), que yo abrevio por dos motivos. El primero, porque me quedan muchas cosas por hacer hoy; el segundo, porque llaman a retreta: de pronto, a lo lejos, se oye un ruido que va in crescendo; parece de aviación. A algunos eso ya nos pone alerta.
Pronto pasa de piano a mezzo forte, y finalmente a fortissimo. Un helicóptero de la marina francesa pasa a escasa distancia, en vuelo relativamente bajo, portando un cable de cuyo extremo pende algo. La imaginación se dispara, y el Pulitzer está al caer: algún torpe se ha arrojado acantilado abajo y han enviado al séptimo de caballería al rescate.
Alguien me dijo hace poco que el instrumento más útil, si quieres hacer buenas fotos, son los pies. Si no consigues una buena composición, no importa el objetivo que uses, muévete y cambia el encuadre hasta que aparezca. Yo me encontraba a hacer puñetas de donde parecía dirigirse el helicóptero, así que tiré de pies (que respondieron de maravilla, no así los pulmones, pero bueno) y conseguí, exhausto, apostarme donde debía.
En realidad se trataba de unos ejercicios, que los cachondos de ellos realizan en el mismo cabo por donde transitamos los turistones. Pero como, además, iban a por nota, lo han repetido varias veces, dándome oportunidad de descerrajarle varias ráfagas de antiaéreo Canon. Mira, este bonus no lo esperaba.

A continuación, a Camaret sur Mer, donde básicamente me he encontrado con la muerte en el mar. Me explico: lo que representa la muerte en el mar. Por un lado, el temor (o más bien respeto) de los marinos hacia ella, y las ofrendas que realizan en la Chapelle de Notre Dame de Rocamadour, situada en pleno muelle, consistentes en maquetas de barcos, remos, etc. (aunque menos de lo que anticipaba la guía; este no se ha enterado).

Y por otro lado, la muerte de sus naves. Junto a la capilla, unos cinco barcos (de algunos apenas el esqueleto nada más) permanecen varados, inamovibles, en un avanzado estado de deterioro, comidos por el óxido y la putrefacción de la madera.  Y su situación es más penosa con la marea tan baja como yo la he visto, resultando casi esperpéntico.
Con una cámara en la mano, una escena así obliga. Por tanto, pies a tierra, o a mar, y a chapotear entre las algas en descomposición, buscando este ángulo, el otro... Vamos, la frasecita que me he marcado unas líneas más arriba sobre el instrumento más valioso para el fotógrafo. Pues así un buen rato. Y, oh amigo! (ironías de la vida), lo barcos “muertos” se me han escapado vivos. O, lo que es lo mismo, me he marchado de allí derrotado, con la sensación de no haber sido capaz de encontrar la foto que recogiera el alma rota de esos barcos. Y no será porque no lo he intentado.


Si conseguirlo es una gran victoria (que te llena como al cazador cobrarse la pieza más valiosa, que otros persiguieron antes en vano) irte sin haberlo logrado es… el pan de cada día. Estas cosas pasan. Otra vez será. Pero me ha dado pena…
Y con las mismas, a visitar la abadía Landévennec, interesante, pero no como para aburriros más. Pasapalabra.
Con lo que aún os aburriré un poco más es con la última parada del día (antes del hotel, se entiende). Un pueblo llamado Huelgoat linda con un bosque muy especial. Si el de Pont Aven era una inspiración para los artistas, romántico (recordad, Bosque de amor), este no tiene nada que ver. El bosque de Huelgoat ocupa varias colinas, y el cauce de un río arrinconado entre ellas. La peculiaridad está en las increíbles formas y posiciones que adoptan las rocas, a las que la cultura popular ha ido poniendo nombre con el paso de los años, y seguir los senderos en su busca es una pequeña aventura.
“El caos” es la denominación de, probablemente, la más impresionante. Gigantes burbujas verdes cubriendo y ocultando el lecho de un río, cuyo rumor llega nítidamente, sin embargo. Lo oyes, pero no lo ves.
Las burbujas son realmente enormes rocas (muchas de 3 o 4 veces la altura de una persona), cubiertas de musgo casi totalmente, y parece que alguien las ha volcado allí de golpe, y así se han quedado, por orden de caída. Y de entre algunas de ellas nacen grandes árboles, obstinados en seguir un camino que varias toneladas de roca habían decidido hacer infranqueable.

Hay más formaciones, muy curiosas, y todas obra de la naturaleza. El paseo, máxime en la puesta de sol (como ha sido mi caso), es prácticamente mágico, onírico. Un Heathrow para la imaginación de cualquier niño de entre 2 y 120 años. Con un nombre, Huelgoat, que podría perfectamente ser el de una princesa de cuento, o el de un dragón, o el de un hechicero… Pura magia. Un sueño.
Pero yo me voy a dormir, que me esperan en Huelgoat. Buenas noches.

2 comentarios:

  1. Con lo de Rocamadour me has recordado a Rayuela, uno de mis libros fetiche (creo que para mí ya es mito y no novela). Es cosa mía, o este viaje tiene un sabor más cultural que el de Escocia ¿no?

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  2. Pues no lo había pensado, tal vez tengas razón, Ángel. Depende de las cosas que surge ver. De todas formas, en Escocia, sólo con los paisajes, de para escribir una enciclopedia!
    Muchas gracias y un abrazo!
    Enebro

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