(J. Sabina)
Ayer estaba yo, a las 4 de la tarde, saliendo de uno de los hermosos castillos del Loira, y tenía que buscar alojamiento. Y entonces se me pasó por la cabeza una idea.
Como es importante quedarse con ganas de más para asegurarse de estar ansioso por repetir, pensé que a lo mejor iba llegando el momento de recogerse. Así es que comencé a hacer kilómetros rumbo sur, sin un objetivo fijo para la noche: hasta donde llegara...
Y llegué a San Sebastián, donde mi camino se cruzaba con el de otros peregrinos como yo. Así es que allí he hecho noche, no sin antes tomar unos gin tonics en el "Holly", en la mejor compañía.
Y hoy, hasta casa.
Naturalmente, estas líneas no sustituyen a la entrada de ayer. Anoche me permití la licencia de disfrutar de los amigos con los que estaba, y no escribir a los que aquí me seguís. Disculpadme.
Durante este fin de semana espero compensar eso, completando lo que se debe [hecho, véase Sabor a final], y si se tercia alguna cosa más, pero ya veremos. En ese momento os haré más extenso el agradecimiento que os anticipo hoy por haber estado conmigo estos días, en esta aventura [véase Epílogo, en Otras secciones]. Espero que lo hayáis disfrutado. Yo lo he hecho, viviendo el viaje y contandooslo a vosotros.
Pero tendréis más detalles en los próximos días...
PD: ¡Muchas felicidades! Y buen viaje mañana desde Villanueva...
Sígue mis pasos por Bretaña, Normandía, el valle del Loira, y quién sabe dónde mas...
viernes, 26 de agosto de 2011
jueves, 25 de agosto de 2011
Sabor a final
Amboise-Azai le Rideau- Rigny Usse- San Sebastián
Segundo día de castillos y, objetivo, dos de ellos (lamentándolo mucho, no se puede atender toda la oferta existente, porque esto perdería sentido). Y luego Dios dirá, porque, de momento, no parto con reserva de alojamiento alguno: no sé qué haré después, dónde llegaré, ni a qué hora.
Por lo tanto, a primera hora paseíto al aparcamiento, dejando a mano izquierda el castillo de Amboise, que creo que es interesante porque tiene un aire más medieval que otros (pero quedará para otra ocasión, así como otras cosas, y de esta forma tengo excusa para volver), y carretera hasta Azai-le-Rideau.
Este es un castillo con un aire ligeramente diferente a los del día anterior, por varios motivos. El primero, porque su conservación es ahora competencia del Estado francés, y eso se nota en ciertas cosas (conservación impecable, pero presentación más aséptica y formal, con menos “detallitos” que otros). Otro de los motivos por los que tiene un aire diferente es el entorno: se encuentra también rodeado por agua, como el de Chenonceau, pero al mismo tiempo también de más vegetación: unos tupidos árboles delimitan un cerco alrededor del río/foso, que deja al castillo “enmarcado”, y al mismo tiempo hacen que te lo encuentres más por sorpresa, o esté más recogido.
Su estilo es muy cuidado, como si quien lo diseñó prestara mucha atención a los detalles. Un famoso autor francés (cuyo nombre no recuerdo, lo siento) se refirió a él como un diamante incrustado en el río, y al contemplarlo desde el exterior puedes entender a qué se refería.
Respecto a la “infraestructura” de la visita, tengo que decir que, contando con audioguía en castellano, no está tan conseguida como la de Chenonceau. Esto es así en parte porque el recorrido no está ordenado de acuerdo a la grabación (los números que determinan el orden de reproducción de ésta no son correlativos), y eso despista. Pero existe una disculpa para ese “desorden” de las grabaciones: en los últimos tiempos, han restaurado e incorporado a la visita el ático del castillo (la bajocubierta). Y, sin duda, bienvenido sea el desorden, porque la ganancia vale la pena.
El ático es, de hecho, una de las partes más espectaculares: se trata de todo el vano comprendido entre el techo de la segunda planta y la cubierta, consistente en una impresionante estructura de madera, que soporta un tejado que alcanza una altura e inclinación considerables, diseñada de tal manera que, primero, parece arte de magia que aquello se tenga en pie y, segundo, consigue que absolutamente ningún soporte (columna, pilar…) rompa el espacio diáfano del piso, también de madera. Esto hace pensar en la extraordinaria pericia de los “carpinteros” que, en el siglo XV, fueron responsables de semejante prodigio. De hecho, la habilidad de los mismos y sus obras han sido reconocidas por la UNESCO como parte del patrimonio intangible de la Humanidad. Realmente, es sorprendente. Y el olor a madera añeja te envuelve cuando abordas el ático, junto a toda la estructura teñida por el sol que se cuela por las ventanas. No hay duda: se queda grabado en la memoria.
Desde alguna zona del ático puedes ver el llamado camino de ronda: un pasillo de piedra que rodea todo el castillo en lo más alto de su fachada para, como su nombre indica, hacer las rondas de la guardia y servir de punto de observación y, en su caso, de defensa. Es este un vestigio de la concepción original de la construcción, muy diferente de la que determinó la decoración posterior de las salas que forman parte de la visita, unos pisos más abajo, mucho más “palaciega”.
Las cocinas, la gran escalera central, y por supuesto los jardines, son también atractivos de este castillo, pero eso lo encontraréis en las guías.
Por supuesto, también aquí he tenido mi pequeño incidente de rigor. Si recordáis mi visita al Manoir de Kerazan (véase Si hoy es martes, esto es Bélgica), allí comprobé cómo la apetecible mesa de comedor no iba a poder darme servicio al encontrarse los cubiertos cosidos al mantel. Pues bien, aquí también había preparada una deliciosa mesa de comedor, con cuatro servicios (yo iba sólo, pero me valía). El caso es que, acordándome de aquello, y viendo que aquí no habían tomado tales medidas de seguridad, he extendido mi brazo para dar un pequeño empujoncido a un cuchillo y comprobar que el Estado francés había caído en una imperdonable falta de celo en la protección de su patrimonio. Piiiiiiiii!!! Una horrososa alarma me ha hecho pegar un bote que casi me quedo prendido al techo como un gato perseguido por un Rottweiler. Afortunadamente, el estruendo ha sido breve, y para cuando mis pies han vuelto a sentir el contacto del suelo, ya había cesado.
Entonces he esperado la llegada del séptimo de caballería de la Gendarmerie para determene, empapelarme, deportarme, y negarme la entrada en tierras galas de cara al futuro (el próximo Nos vemos... no será en Francia, me temo), pero no. La cámara de seguridad que me vigilaba desde un rincón del altísimo techo debe ser considerado un elemento suficientemente intimidatorio (junto con los maltrechos tímpanos) como para haber aplacado cualquier nuevo intento de contacto con la cubertería y cualquier otro ornamento, así es que he seguido deambulando por la misma sala con cara de "qué gracia, estas cosas pasan", hasta que he pasado a la siguiente estancia que... Piiiiiiiii!!! Toma, otro pánfilo como yo. Está visto que soy uno más.
Lo bueno ha llegado cuando mi emulador me ha alcanzado y me ha mirado como pidiendo perdón. Yo he pensado en decirle "Tranquilo, si yo he hecho lo mismo", pero he sido ruín y he preferido seguir disfrutando ese sabor de victoria del estudiante de segundo que ve al de primero sufrir las novatadas. Seré perro...
Por supuesto, también aquí he tenido mi pequeño incidente de rigor. Si recordáis mi visita al Manoir de Kerazan (véase Si hoy es martes, esto es Bélgica), allí comprobé cómo la apetecible mesa de comedor no iba a poder darme servicio al encontrarse los cubiertos cosidos al mantel. Pues bien, aquí también había preparada una deliciosa mesa de comedor, con cuatro servicios (yo iba sólo, pero me valía). El caso es que, acordándome de aquello, y viendo que aquí no habían tomado tales medidas de seguridad, he extendido mi brazo para dar un pequeño empujoncido a un cuchillo y comprobar que el Estado francés había caído en una imperdonable falta de celo en la protección de su patrimonio. Piiiiiiiii!!! Una horrososa alarma me ha hecho pegar un bote que casi me quedo prendido al techo como un gato perseguido por un Rottweiler. Afortunadamente, el estruendo ha sido breve, y para cuando mis pies han vuelto a sentir el contacto del suelo, ya había cesado.
Entonces he esperado la llegada del séptimo de caballería de la Gendarmerie para determene, empapelarme, deportarme, y negarme la entrada en tierras galas de cara al futuro (el próximo Nos vemos... no será en Francia, me temo), pero no. La cámara de seguridad que me vigilaba desde un rincón del altísimo techo debe ser considerado un elemento suficientemente intimidatorio (junto con los maltrechos tímpanos) como para haber aplacado cualquier nuevo intento de contacto con la cubertería y cualquier otro ornamento, así es que he seguido deambulando por la misma sala con cara de "qué gracia, estas cosas pasan", hasta que he pasado a la siguiente estancia que... Piiiiiiiii!!! Toma, otro pánfilo como yo. Está visto que soy uno más.
Lo bueno ha llegado cuando mi emulador me ha alcanzado y me ha mirado como pidiendo perdón. Yo he pensado en decirle "Tranquilo, si yo he hecho lo mismo", pero he sido ruín y he preferido seguir disfrutando ese sabor de victoria del estudiante de segundo que ve al de primero sufrir las novatadas. Seré perro...
Tras comer algo medio rápido (y no memorable) en el mismo pueblo, sigo camino hasta el castillo de Rigny-Usse, famoso, entro otras cosas, por ser el que sirvió de inspiración a Charles Perrault para La Bella Durmiente. Este es propiedad de una particular, y, de los cuatro en los que he estado, es en el que la visita está menos cuidada (apenas un folio por las dos caras para que tú solito te orientes) y la que es más cara, con diferencia.
Pero eso no significa que no merezca la pena: de nuevo los extremos son lo más destacado. En los bajos, las cocinas y, más interesante aún, unas escaleras que desde ellas te llevan hasta los sótanos, robados a las rocas, de los que parten unos antiguos pasadizos “secretos” que conducen al bosque, pensados como vía de huída en caso de ataque (hoy no visitables por riesgo de derrumbamiento). Y en los bajos también, una descomunal instalación de calefacción de los “felices veinte”, cuando el entonces propietario decidió ampliar las comodidades del lugar.
En el otro extremo del castillo (esto es, en la planta alta), junto a su correspondiente camino de ronda (que también lo tiene), recreaciones del famoso cuento y, completamente diferente al de Azay-le-Rideau, el ático, preservado como un desván tal como nosotros lo evocaríamos: repleto de viejos muebles, trasnochados cuadros, desvencijados juguetes y un sinfín de objetos de otras épocas, pasando allí las horas, como esperando a que alguien haga limpieza y, de una vez, llame al chatarrero para llevárselos (por la capa de polvo y telarañas les cobraría sobrepeso, fijo). Apuesto a que, entre todas aquellas cosas, hay unas cuantas que, mínimamente aseadas, merecerían estar expuestas y no olvidadas. Esto da una idea del “insuficiente” cariño con que está conservado este castillo (lo cual, insisto, no significa que no merezca la visita).
Fuera del castillo, una bonita capilla y, detrás de ella, el acceso a las cuevas horadadas en la roca en las que durante siglos se elaboraron y conservaron los vinos de la propiedad. También hay que verlas.
Cuatro de la tarde y visita concluida. Y ahora, ¿qué? Como os decía, no tenía reserva de alojamiento, y realmente el último par de días ya venía teniendo la impresión de que el viaje estaba llegando a su fin. El motivo de fondo para no tener decidido mi lugar en el mapa para cuando llegara la noche era que me veía empezando a hacer kilómetros de vuelta a casa, y en efecto, en ese mismo momento, así lo hice.
Con el depósito lleno, ruta hasta la autopista y, de allí, rumbo sur, hasta que el cuerpo aguante. Y ha resultado no ser el cuerpo, sino el combustible, el que ha marcado el final: sin una sola parada, he alcanzado la frontera y, en la entrada a San Sebastián, he parado a repostar, comer algo, y estirar la piernas (esto último ha sido lo que más me ha costado porque, sin haberme dado cuenta, había perdido casi completamente la funcionalidad de la derecha –soy un bestia, lo sé-), y aún me planteaba retomar la ruta ya hasta casa, con un par.
Pero en ese momento he recibido la llamada de otros dos queridos peregrinos que andaban deambulando también por Francia durante los últimos días (lo que, sin duda, me servirá para futuros Nos vemos…), y se disponían a hacer noche, precisamente, en San Sebastián. Y una oportunidad así nunca se deja pasar.
Así es que final de la jornada en muy buena compañía y compartiendo unos memorables gin tonics en el “Holly” (dadas las horas, no me he atrevido a llamar a mis anteriores anfitriones en la ciudad, pero me he quedado con las ganas…).
Y así pasaba la primera noche con auténtico sabor a final, y la primera también en la que no escribía la correspondiente entrada del blog “en caliente”, con cierto cargo de conciencia frente a quienes me habéis estado siguiendo, he de reconocerlo, porque tenía la sensación de que os ibais a encontrar una despedida que aún no esperabais.
El mismo instinto que me ha hecho elegir un camino u otro, un restaurante u otro, un encuadre u otro, el mismo, me había dicho unas horas antes que el viaje había terminado. Y le debía, como mínimo, hacerle caso. Ahora ya estaba en San Sebastián. Pero eso sí, aún había que llegar a casa.
miércoles, 24 de agosto de 2011
Una joya en el valle
Tours-Cheverny-Chenonceau-Amboise
Con una hora y pico de retraso sobre el horario debido (y por tanto, perfectamente en línea con el horario previsto), he llegado esta mañana al Castillo de Cheverny.
En el retraso han intervenido, por orden de aparición: el carácter adhesivo de las sábanas (que se me han pegado concienzudamente), el error de un servidor en la salida de Tours (me he ido en sentido contrario, de esto que te das cuenta según se hace imposible tomar la salida correcta), y la repetición de esto último al dejar la autopista cerca de Cheverny. Yo sigo diciendo, en mi descargo, que las señales aquí están mal puestas, y que abusan del “Todas direcciones” en las rotondas. Pero tengo que reconocer que, esta vez, ni había “Todas direcciones”, ni había rotonda, ni tengo descargo alguno. Y aún así, ha sido un día my satisfactorio.
El castillo de Cheverny es un bonito, clásico castillo del Loira. No es excesivamente grande (más que mi casa sí, ya os lo digo), pero, tal como me habían dicho mis fuentes, tiene la gracia de que tiene habitantes hoy en día. Entiendo que moran en el segundo piso (que no te enseñan), y que la planta de calle (bueno, más que calle, pedazo de jardines) y la primera, que te muestran, son para eso, para mostrarlas y dar de comer a la familia todo el año.
Porque este palacio abre los 365 días del año. La visita está razonablemente bien organizada: tras adquirir y rasgar la entrada en el acceso a los jardines, caminas por éstos hasta el edificio en sí, y aquí te recibe una especie de gentleman a lo francés (unos 40 años, delgado, pantalón de pinzas, americana y corbata, peinado perfecto de un pelo negro con sus primeras canas, corte militar, pero con galones, que los soldados rasos lo llevan cortado a máquina), que muy amablemente te pregunta tu nacionalidad para ofrecer acto seguido un folleto a todo color con las indicaciones de cada sala en tu idioma, y sus correspondientes ilustraciones. Cuando la visita es “Do it yourself”, esto ayuda, ciertamente. Luego he descubierto que el hombre hablaba un estupendo castellano, cuando se ha dirigido así a un par de moteros llegados de Badajoz, en su ruta a París.
Y el interior es el de una casa familiar (noble) con años de historia, vamos. El cuadro de no sé quién (porque de verdad no lo sé), la pedazo mesa de madera noble de no sé cuándo… Una habitación para esto, otra para lo otro… Lo digo así, no porque no valga la pena, que la vale, sino porque tampoco ves realmente dónde viven hoy, que en un castillo de Escocia sí que lo veías, porque estaba el Hello! del mes anterior sobre la mesa Louis XIV, y esas cosas. Pero el castillo (palacete, diría yo, porque son una variedad de castillos muy finos: las torres son más decorativas que de defensa, no hay troneras para las flechas y el aceite hirviendo… unos flojeras).
El caso es que la visita, como primera aproximación a un Château, ha estado bien. Tres cosas más, dignas de mención. Primero, en este castillo se inspiro Hergé para el que, en los libros de Tintín, se compra el Capitán Haddock. Así que hay una exposición sobre el tema (que me he saltado por falta de tiempo, aunque tenía curiosidad).
Segundo: como muchos de estos castillos (o todos) tiene un gran jardín / huerto, con fantásticas verduras y hortalizas, y con unas preciosas flores. Merecen ser vistos.
Y tercero: una amplia perrera con casi un centenar de hermosos perros de caza, todos igualitos, y muy bien cuidados. Le veías echando la siesta, algunos voluntariamente amontonados (innecesario, porque tenían sitio de sobra) en su modorra. Los que no, estaban paseando, vagando más bien, sin un rumbo fijo, acercándose al público ahora, alejándose después. Sin mostrar un interés especial en nada y un regalando un profundo desinterés por todos nosotros.
Y, de pronto, por culpa de un descarado que parece haber echado los trastos a una hembra ajena, se ha oído un primer ladrido y se han levantado prácticamente todos a una, en alerta, aproximándose al lugar de la refriega (tentativa, porque no ha llegado a producirse) para intimidar al que quisiera perturbar la paz. Y todos con el rabo extremadamente vertical, alerta total, ya digo, como una convención de pararrayos. Realmente ha sido helador: la paz (casi aburrida) ha dejado paso a un momento de tensión eléctrica, que ha cesado cuando el “osado” se ha dado la vuelta “cono el rabo entre las patas”, literalmente. Y todo el grupo ha vuelto poco a poco a su descanso, a ver pasar las horas, como transmitiendo con voz baja que ya se ha encargado la manada de cuidarse a sí misma, la paz dentro de ella. Impresionante. Eso son unos cascos azules con autoridad y efectivos de verdad.
Y, de pronto, por culpa de un descarado que parece haber echado los trastos a una hembra ajena, se ha oído un primer ladrido y se han levantado prácticamente todos a una, en alerta, aproximándose al lugar de la refriega (tentativa, porque no ha llegado a producirse) para intimidar al que quisiera perturbar la paz. Y todos con el rabo extremadamente vertical, alerta total, ya digo, como una convención de pararrayos. Realmente ha sido helador: la paz (casi aburrida) ha dejado paso a un momento de tensión eléctrica, que ha cesado cuando el “osado” se ha dado la vuelta “cono el rabo entre las patas”, literalmente. Y todo el grupo ha vuelto poco a poco a su descanso, a ver pasar las horas, como transmitiendo con voz baja que ya se ha encargado la manada de cuidarse a sí misma, la paz dentro de ella. Impresionante. Eso son unos cascos azules con autoridad y efectivos de verdad.
Luego al castillo de Chenonceau. Y aquí sí que la hemos liado: impresionante castillo, e impresionante visita. Entras a unos jardines espectaculares (realmente es un bosque, y el edificio se adivina a lo lejos, al final de un pasillo eterno de árboles tupidos y perfectamente alineados).
El castillo como tal, desde fuera no parece gran cosa. Es uno que probablemente conoceréis: es famoso porque parte de él está construido sobre un río, a modo de puente, y debajo es navegable. Y por eso precisamente no parece gran cosa: la planta del edificio original es cuadrada, teniendo al río detrás de él (mirando desde la entrada). Cuando lo ampliaron, lo hicieron prolongando la fachada posterior, por lo que, desde la entrada, parece que no ha aumentado de dimensiones. Prácticamente todo el castillo está rodeado por agua: bien el río, bien un foso.
La visita está muy, muy bien organizada: la audioguía funciona a las mil maravillas. Está soportada en un iPod, lo que hace que con la explicación tengas imágemenes para identificar rápidamente de qué están hablando. Y el edificio es espectacular y se encuentra en un estado excelente (en gran medida porque sus propietarios, en la época de la revolución francesa, eran majetes con el pueblo, y éste fue benévolo con ellos a la hora de sacar la guillotina a pasear; y porque, durante la ocupación alemana, como la línea de demarcación coincidía con el curso del río, una parte del castillo quedaba a cada lado, y se las apañaban para no tener problemas con unos ni con otros).
Pero es que, además, el patrimonio artístico que hay allí dentro es escandaloso: Murillo, Tintoretto, Veronés… Unas obras de arte… Unos tapices… Unos artesonados… Un mobiliario… Unos suelos policromados… Impresionante, de verdad.
Sólo puedo encontrar dos “peros”: el primero, la marabunta increíble de gente; casi insoportable. De verdad, nunca había coincidido con tanta gente por metro cuadrado en una visita así, jamás. Para eso es también muy útil la audioguía, porque te la pones, y vas a tu aire. Eliminas a la gente del plano como se espanta a una mosca en verano, y si no ya se irán. Lo del plano es figurado, claro, porque en ese ambiente ¿quién se pone a hacer fotos?
El otro “pero” es que, así como hay cosas muy bien protegidas, otras no. Creo que de seguir así el estado de conservación de ese tesoro puede verse en peligro de morir de éxito. Me llama la atención que camináramos todos en tropel sobre el espectacular suelo cerámico, del que, en la parte por donde transitábamos nosotros, se había ido el rico color que, sin embargo, aún seguía en el área de cada habitación que no se pisa. ¿No se han dado cuenta de que tienen que parar eso? No sé, que pongan una moqueta por donde circulamos las cabezas de ganado…
Por lo demás, un 10, de verdad. Una de las cosas más bonitas es la galería, que es precisamente la ampliación sobre el río: todo ese anexo es una única sala (tiene tres alturas, de las que se visitan dos), con grandes ventanales a ambos lados por los que entra un generoso sol para posarse en un suelo blanco y negro. Una maravilla.
La visita es tan completa, y las estancias están tan bien... También las cocinas llaman mucho la atención, en los bajos. En el comedor del servicio, decorando la mesa, cinco cestos de pimientos ¡frescos! para ambientar... El centro de la cocina lo ocupa una gran instalación para usar con carbón, montaje de la época de la primera guerra mundial, durante la cual el castillo sirvió de hospital. La galería (sobre el río) se ocupó con camas desde las que los enfermos y heridos se servían de sedales que arrojaban por las ventanas para pescar.
Y, en los jardines, más flores y plantas exóticas, un laberinto realizado con 1.000 tejos, en fin los caprichitos normales…
Y, en los jardines, más flores y plantas exóticas, un laberinto realizado con 1.000 tejos, en fin los caprichitos normales…
Y por último a Amboise, sin tiempo para llegar a ver el castillo pero sí para dar un paseo por el bonito centro y, por supuesto, cenar a la francesa, es decir, como es debido: Terrine du chef (muy rica), bacalao sobre cama de brandada (¿qué os voy a contar?), plato de quesos u tartaleta de limón, todo con un tintito de la zona. De verdad, que en Francia saben comer (y vivir bien) no es sólo marketing…
Y mañana más, previsiblemente último día de visita activa por el Loira. Procuraré aprovechar. Buenas noches.
martes, 23 de agosto de 2011
A por los castillos
St Martin des Entrées-Tours
Efectivamente, hoy ha cambiado el tercio, definitivamente. Atrás quedó Bretaña; atrás quedó Normandía y su desembarco. Estoy en Tours, a orillas del Loira y, por tanto, en su valle, abriendo este último tercio (aunque en días va a representar bastante menos; el final se acerca, muchachos).
La mañana se ha ido en el trayecto desde Bayeux, con tranquilidad, y algo de llovizna ligera, pero siempre con una visera plomiza hasta el horizonte (que las nubes bajas fijaban bien cerquita).
La llegada a Tours (donde paso esta noche) ha sido ejecutada con una precisión de comando: a la gasolinera (que me quedaba combustible para 23 kilómetros, ahí jugando con fuego…), al hotel, instalación y misión de reconocimiento, previo almuerzo. Éste ha intentado ser frugal y ligero, y como muestra de buenas intenciones, para compensar los kilitos de más que genera tanto pato, y tanto pan(-rico), he pedido una ensalada. Pero todo se va al garete cuando ésta trae, otra vez, queso, y te ponen pan, y una bolsita de patatas fritas, y... ¡A hacer puñetas! En septiembre empiezo…
La Catedral de Tours, espectacular, muy bonita. Y está en curso una restauración muy ordenada, aislando sólo el crucero norte del resto, pero sin que te dé la sensación de “No ha visto nada, porque como la estaban restaurando, estaba toda tapada”, como a veces pasa, y te quedas pensando para qué has venido. No ha sido el caso. Y también merece la pena ver el pequeño claustro anexo a una de las naves (bueno, fue anexo en algún tiempo, porque alguien decidió en algún momento hacer pasar una calle entre ambos, y demolieron una parte). Es especialmente bonita una escalera de caracol exterior, en piedra, que tomas para llegar a la planta superior del claustro. El eje central hace también una espiral, cumpliendo la función de pasamanos. De verdad, que quien la diseñó consiguió una increíble armonía: parece que esa es su manera natural de ser, que no podía ser de otra manera. Es ese don que tienen los buenos diseños de parecer naturales (conocí un veterano piloto que decía que un avión, si es bonito, seguro que vuela bien).
Decorando la fachada interior del claustro, gárgolas y angelitos. ¡Qué diferentes unos de otros!
Luego paseo por el centro y, entre algún otro templo, lo más destacable es la plaza (esperad que lo miro…) Plumereau: claramente, un punto de encuentro para toda la ciudad. Sus cuatro costados, y el centro, ocupados por terrazas bien concurridas, siendo sus parroquianos, principalmente, gente joven, residentes (no necesariamente naturales de Tours, porque hay muchos estudiantes) en pandilla, dando mucho ambiente al lugar. Se repite permanentemente la escena del que se tiene que ir (dejando al resto del grupo) o el que llega (para unirse al grupo). Vamos, que se nota que para muchos es el sitio de la ciudad donde encontrar seguro alguien conocido, y allí se encaminan con la seguridad de hacerlo, aunque no sepan exactamente a quién, lo cual no parece importar.
Luego paseo por el centro y, entre algún otro templo, lo más destacable es la plaza (esperad que lo miro…) Plumereau: claramente, un punto de encuentro para toda la ciudad. Sus cuatro costados, y el centro, ocupados por terrazas bien concurridas, siendo sus parroquianos, principalmente, gente joven, residentes (no necesariamente naturales de Tours, porque hay muchos estudiantes) en pandilla, dando mucho ambiente al lugar. Se repite permanentemente la escena del que se tiene que ir (dejando al resto del grupo) o el que llega (para unirse al grupo). Vamos, que se nota que para muchos es el sitio de la ciudad donde encontrar seguro alguien conocido, y allí se encaminan con la seguridad de hacerlo, aunque no sepan exactamente a quién, lo cual no parece importar.
Alrededor de la plaza, una densa red de callejuelas con casas de fachada de entramado de madera, algunas más desvencijadas que otras, pero en general todas con encanto. Y muchos rincones, recovecos, callejones, patios, sin un alma. Tal vez el recuerdo de que hubo alguna: una bicicleta encadenada a una farola siempre es un indicio, y además da un cierto toque bohemio a las fotos, como esta frente a una antigua iglesia reconvertida en Irish Pub, adonde se llega por un pasadizo bajo una casa:
Incluso tratándose de una bicicleta de montaña, que siempre resulta más tosco:
Tras un breve paso por alguna otra librería “de viejo” (con alguna captura), una cena tranquila consistente en una brocheta de St-Jacques (recordad, vieiras) y más pato (estaba mejor el de ayer, pero este tampoco era manco; vaya, mala expresión para este caso, porque manco sí acabó).
Incluso tratándose de una bicicleta de montaña, que siempre resulta más tosco:
Tras un breve paso por alguna otra librería “de viejo” (con alguna captura), una cena tranquila consistente en una brocheta de St-Jacques (recordad, vieiras) y más pato (estaba mejor el de ayer, pero este tampoco era manco; vaya, mala expresión para este caso, porque manco sí acabó).
En el hotel, mientras escribo estas líneas, siento la ola de calor que, me dicen, hay en casa. Y es que, en esta bucólica habitación del tercer piso, dulcemente decorada (no hace mucho tiempo), el techo abuhardillado es una radiador sueco, que tras tomar temperatura durante el día (bajo un sol esmirriadillo que no era capaz de vencer las nubes que ganaban la batalla del plúmbeo cielo) llegada la noche la devuelve generosamente, no ya al exterior, sino al interior del inmueble. La ventana abierta y el ventilador encendido, recorriendo una y otra vez los 90 grados de su programado giro, con el ruido constante y el susurro periódico de la corriente de aire en mi brazo, me despiden de Tours y me llevan más bien al Saigón más caluroso, húmedo y claustrofóbico de mis recuerdos cinematográficos (nunca he estado allí). Bueno, he exagerado un poco, pero me ha quedado tan poético que no pienso quitar una coma. Leed entre líneas y extraed la parte de verdad, que la hay.
Sí, además hay aire acondicionado, pero es de esos portátiles, en los que la relación ruido/frigorías no termina de compensar, y paso.
Como curiosidad, os adjunto la especie de croquis que me he hecho con las sugerencias recibidas para el Loira, y mis intenciones.
No se entiende gran cosa, pero no explicarlo lo hace más interesante, ¿no? Son los planos de mi Día L (de Loira).
No se entiende gran cosa, pero no explicarlo lo hace más interesante, ¿no? Son los planos de mi Día L (de Loira).
Buenas noches.
lunes, 22 de agosto de 2011
Baño de día D
Les Veys-St Martín des Entrées (Playas Omaha y Gold)
Tras salir airoso de mi pasaje del terror particular, en el que ni siquiera me han ofrecido de desayunar (aunque sí es cierto que por la mañana ya había un ser humano atendiendo, aunque no sé a quién), he tenido una mañana, digamos, solemne.
Mi primera visita ha sido al cementerio alemán de La Cambe. Después, al cementerio americano de Collevile-sur-Mer.
Ambos, evidentemente, buscan dar cobijo a los cuerpos de las bajas de Normandía cuyas familias decidieron que permanecieran aquí, en lugar de repatriarlos a sus respectivos hogares, al tiempo que, ambos, sirven de memorial a lo que aquí ocurrió.
Y los dos siguen un patrón homogéneo de distribución y estética: cruces iguales para todos en cada uno de los cementerios (de marmol italliano blanco en el americano; negras y chatas en el alemán, en grupos de cinco), distribución geométrica dentro de una explanada rectangular de jardines muy cuidados. Hasta aquí bien.
Pero luego empiezan las diferencias. Para empezar, la ubicación: el americano sobre un acantilado, dominando la playa de Omaha; el alemán, entre dos autopistas, pudiendo oír perfectamente el ruido de los vehículos al pasar mientras lo visitas. Luego, la superficie: los más de 20.000 cuerpos de las bajas del ejército alemán se conforman con, probablemente, una sexta parte (esto puede ser muy impreciso, lo estoy diciendo a ojo) de la extensión del norteamericano, que acoge entorno a 10.000 víctimas (la mitad). La geometría en el cementerio americano es escrupulosamente respetada; en el alemán, encuentras de pronto placas más concentradas (da la impresión de que les dieron un espacio determinado, y luego, al aparecer más cuerpos, debieron hacerles hueco). Pero vamos, que no pretendo hacer un juicio de valor; es pura observación de las diferencias entre los vencedores y los vencidos.
Sobre esto es importante tener en cuenta que gran parte del ejército alemán que defendía el llamado Muro del Atlántico estaba formado por hombres de los países invadidos con anterioridad, que habían sido obligados a vestir el uniforme alemán y coger un arma. Muchos son polacos, ucranianos… nada que ver con la contienda, y menos en ese bando (los soldados más preparados y motivados estaban en otros frentes donde, antes del día D, las cosas estaban más crudas, como en el este). Se dice que eso provocó una menor resistencia al avance aliado, ya que muchos preferían rendirse sin apenas presentar combate, ya que se veían con más posibilidades de sobrevivir como prisioneros. Evidentemente, el grueso del ejército alemán presento una gran resistencia.
Por cierto, que al irme del cementerio alemán, un par de autocaravanas de ese mismo país, que había en el parking, llevaban la misma seña de identidad ibérica: ¡eso es una marca bien exportada!
Por cierto, que al irme del cementerio alemán, un par de autocaravanas de ese mismo país, que había en el parking, llevaban la misma seña de identidad ibérica: ¡eso es una marca bien exportada!
El cementerio americano, hay que decirlo, está muy bien organizado (para no repetirme, véase Nos vemos en Escocia: Un pedazo de historia). Un centro de visitantes te pone en situación nada más entrar, aportando una gran profusión de información junto con una importante carga emotiva, por presentarte directamente historias individuales de caídos, héroes… con nombres y apellidos, y describiendo sus sacrificios, logros, pérdidas. Por ejemplo, la historia de la familia real en la que se basa Salvar al soldado Ryan.
Este tipo de historias “cercanas” es lo último que ves antes de abandonar el centro de visitantes y salir a los jardines para ver el cementerio. Esto lo haces por un breve camino que serpentea entre unos cuidados setos hasta llegar a un mirador sobre la playa. Y es justo lo que necesitas, para tomar aire fresco y deshacer el nudo del estómago. A más de un grandullón he visto salir haciendo gestos a su acompañante como de “No pasa nada; ya se me pasa”, y ella haciéndole una leve carantoña como de “Si no te conoceré yo, blandengue…”.
Este tipo de historias “cercanas” es lo último que ves antes de abandonar el centro de visitantes y salir a los jardines para ver el cementerio. Esto lo haces por un breve camino que serpentea entre unos cuidados setos hasta llegar a un mirador sobre la playa. Y es justo lo que necesitas, para tomar aire fresco y deshacer el nudo del estómago. A más de un grandullón he visto salir haciendo gestos a su acompañante como de “No pasa nada; ya se me pasa”, y ella haciéndole una leve carantoña como de “Si no te conoceré yo, blandengue…”.
Hoy he tomado el camino a la playa, que no lo había hecho la otra vez por falta de tiempo. Como siempre, prácticamente desierta, en su inmensidad. Tiene gracia que el pie del acantilado sea hoy una reserva natural con especies protegidas. Si debió de quedar aquello como un erial… ¿Nadie consideró al ser humano especie protegida el 6 de junio de 1944?
Pero me ha empezado a caer agua estando respirando el aire del mar, y he tenido que recuperar lo descendido, a paso ligerito. Joder, pensar que mi kilogramo largo de equipo (cámara, objetivos y guía) no es nada comparado con los 20 que portaban aquellos pobres, y lo que para mí eran gotas para ellos eran balas…
Ha escampado (ligeramente) y he repetido mi exploración por el cementerio como tal. Sin novedad.
Tras tomar una ensalada normanda (básicamente, lechuga, tomate, huevo y Camembert), porque necesitaba limpiarme de comida basura y latas de ayer, a ver el Arromanches 360. Arromanches-les-Bains es un pueblo de la playa Gold frente al que fue construido uno de los dos puertos prefabricados Mulberry para acelerar el desembarco (ya sabéis, ved el año pasado). Arromanches 360 es una proyección de cine en una pantalla circular, por tanto estás rodeado por imágenes y sonido, con tomas del desembarco, alternadas con actuales, de los sitios clave. Son 18 minutos curiosos. Otra cosa más, simplemente.
Ya abajo, en el pueblo, el museo del desembarco explica de manera detallada el traslado de las piezas del puerto y su montaje, en las 24 horas posteriores a la hora H. También interesante. También una cosa más.
Ya avisé que hay que tener cuidado, porque montan un museo en cualquier sitio, le ponen un nombre muy rimbombante (como si todo el saber y el meollo del desembarco estuviera entre sus paredes) y caemos como moscas, a entre 4 y 7 euros la entrada, imaginad. Yo me he moderado, y ya me voy dando por satisfecho. Me está dando la impresión de que, por el momento, he tenido suficiente desembarco (ya voy oyendo lo mismo varias veces), y se va acercando el momento de cambiar de tercio.
Naturalmente, hay que emular a Tom Hanks, y este es el botín (de Gold; detrás, un fragmento del puerto Mulberry, varado en la playa):
La cena, en Bayeux: una sopita de cebolla muy rica, para entrar en calor, porque nuevas lluvias en Arromanches me habían metido el frío en los huesos, y una pata de pato (en serio) asada, impresionante. ¡Qué buena estaba! Nunca lo hubiera dicho: con su piel crujientita como si fuera un cochinillo… ¡Ah!, qué buena… Y un pastel normando (Apple pie, me ha explicado el camarero).
La cena, en Bayeux: una sopita de cebolla muy rica, para entrar en calor, porque nuevas lluvias en Arromanches me habían metido el frío en los huesos, y una pata de pato (en serio) asada, impresionante. ¡Qué buena estaba! Nunca lo hubiera dicho: con su piel crujientita como si fuera un cochinillo… ¡Ah!, qué buena… Y un pastel normando (Apple pie, me ha explicado el camarero).
La llegada a la casa de esta noche ha sido memorable: creyendo que estaba en el pueblo de al lado, céntrica, ha resultado estar en medio de la nada. No ha sido la primera vez que me dicen en un educado y sorprendido francés: “¿Pero no llevas GPS?”. No señora, es que si me fío de ellos, no sé dónde estoy, y antes o después ellos tampoco. Así que no delego, por principios. Pero ha sido muy maja, manteniendo la conversación rotonda tras rotonda, entre los relámpagos que me han acompañado los últimos minutos, y que aún siguen ahí fuera. Lo mejor ha sido cuando me ha dicho: “Menos mal que hablas bien francés”, y yo he pensado: “Esta mujer es inmigrante, fijo, o un alma caritativa, o ambas cosas.”
Pero la casa es encantadora, y mis anfitriones también.
Para el desayuno, aparte de si mermelada de fresa o de frambuesa, el problema que tengo es que no sé muy bien para dónde tirar: ya sé que iba al Loira, pero tengo que decidir (entre ahora mismo y el momento de arrancar el motor) dónde voy exactamente, y qué objetivos me pongo. Y de esa parte del viaje aún no he leído ni una página (salvo un minucioso y cuidado mail que me enviaron, pero tengo que ir sobre el mapa viendo exactamente dónde está cada cosa, trazar una ruta y, si es su caso, descartar lo que sea preciso).
En fin, que deberes no me faltan. Pero eso será mañana. Hoy tengo unas ganas de meterme en el sobre… Buenas noches.
domingo, 21 de agosto de 2011
Durmiendo con Jack Nicholson
Utah Beach (Valognes-Les Veys)
Dónde empieza y concluye el día de hoy, en realidad, da igual. Todo ha girado entorno a Utah Beach.
Para empezar, me despido del carismático (aunque cascadillo) Grand Hotel du Louvre desayunando en un comedor muy evocador, muy luminoso gracias a tres enormes ventanas en la fachada principal, entre las cuales se hace la penumbra, con espejos en las paredes y una antigua caja registradora decorando la barra (digo decorando, porque es otra moderna la que está operativa). Y el desayuno, como siempre, que no lo he dicho, deliciosos croissants con mermelada de fresa o frambuesa (porque me gustan las de ese color, no por otra cosa) y mantequilla (otras veces, crujientita baguette), con café y zumo. Sencillo, pero sienta muy bien.
La primera parada es el Museo de la Libertad Recuperada, en Quinéville. Como avisé ayer, no tengo intención de aburriros con cada detalle, porque sería agotador para todos, más para vosotros. Simplemente, por si sirve la información a alguien para un futuro viaje, decir que es una recreación de, en el momento de la invasión por el III Reich y durante la ocupación, la forma de vida de los civiles, cómo se apañaban, qué les fueron prohibiendo… y el papel que jugó en todo ello el gobierno francés de Vichy (en contraposición al autoproclamado gobierno de la Francia Libre, liderado por De Gaulle desde Londres). Evidentemente, el gobierno “colaboracionista” no queda muy bien parado, parece que con motivo, no ya porque entendieran que lo mejor para el país era aceptar al ocupante, evitando mayores sufrimientos; sino por utilizar la excusa de ese ocupante, precisamente, para someter al país y convertirlo en una cosa que no era. Pero ahí no me meto. Simplemente, he aprendido cosas que no sabía. Por eso creo que es interesante, se puede consumir tranquilamente hora y media en él, si pretendes leer la información expuesta. No obstante, para alguien que ya sepa mucho sobre el tema, y no aprecie las recreaciones en decorados, tal vez no tenga mucho valor.
Como se hacía tarde, me he conformado con comer algo rápidamente en un puesto frente al museo. Bueno, esa era mi intención. Pero no contaba con encontrarme ante un número de los payasos de la tele, o de cámara oculta, no sabría decir. Los actores de tan apasionante representación eran el hombre y la mujer que atendían en el puesto, junto con algún cliente. He tenido la desgracia de que delante de mí había un padre de familia con mujer y 5 criaturas, todas muertas de hambre, y todas indecisas. A ver, que no había tanto para elegir: sándwich, Kebab o hamburguesa, tres opciones que pasan a seis si les pones patatas fritas. Punto. Joder, la que se ha liado. Primero el padre para enterarse de lo que querían los niños (¡señor, que lo entendía hasta yo!); luego que protesta porque no le parece bien lo que quieren, e intenta que lo cambien; naturalmente, claudica e intenta satisfacer los deseos de las criaturas, pero ya no se acuerda, y se hace un lío; pero mami con niños 3 y 4 se ha ido al baño, y hay que esperar a que vuelvan; al fin regresan, y el caballero confirma que se estaba equivocando y le “guían” por el camino de la verdad hasta la comanda correcta; y mi drama se dispara cuando, al ausentarse la familia Trap para tomar asiento en la confianza de que les llevaran su almuerzo, la señora al otro lado del mostrador mira a su compañero para repetirle la orden… y se pierde. No entiende su letra, ¿era con queso? ¡No! ¡Con patatas! Y así un buen rato. Si llega a haber, además, diferentes tamaños, todavía estoy allí.
Yo no quería irme sin comer, primero porque ya había llegado a ese punto en que con el hambre viene el mal humor (como un bebé, lo sé), y segundo porque ya irían dos veces en este viaje que agoto la paciencia y me voy sin siquiera ser atendido, y eso perjudica mi Karma, así que respiro hondo y… ¡Oh, sorpresa! La jefa, viendo que sólo quiero una cosa frente a ¡7! de los Brady, me cuela y me larga el primer output de la parrilla. ¡Gracias, Dios mío! Y he vuelto a nacer.
Después volando a Ste-Mere Eglise, un pueblo famoso, fundamentalmente, aparte de por el hecho de que fue uno de los dos primeros pueblos liberados por los americanos el día D, por la anécdota de que uno de los paracaidistas se pasó 2 horas colgando del campanario (se le engancho el paracaídas), haciéndose el muerto, hasta que los alemanes le hicieron prisionero. Como de estos dramas intensos (la guerra completa, la ocupación y el desembarco, me refiero) dejan tantas heridas, la gente tiende a alegrarse con pequeñas tiritas, y todo se engrandece. En definitiva: que el chaval del campanario pasó a la posteridad, volvió años después al pueblo entre el clamor de las masas, le hicieron fotos que fueron portada de periódicos franceses y americanos, y dejó numerosas notas de agradecimiento, donaciones de objetos personales de la guerra, y un icono: su imagen en el campanario. Tanto es así que, a su muerte en los años 70, el pueblo decidió situar en el campanario un maniquí pendiente de un paracaídas, en su honor. Y ahí está (además de en la retina de los que hayáis visto El día más largo, claro).
Frente a la iglesia, el mueso de los paracaidistas: más fetiches, objetos (incluyendo una gabardina cedida por Clark Gable, que, por si no lo sabíais, dejó colgada su carrera cinematográfica para enrolarse), y algún trasto más grande: un planeador, un C-47, un Sherman y un Willis. Además, una colección de cuadros de un sujeto llamado Robert Taylor (www.roberttaylorprints.com), que yo ya conocía porque me hice con un libro de sus obras (en otro museo militar, no recuerdo dónde), y que vende algunas a 4.000 euros, sí señor. La verdad es que aprecio cierto oportunismo, porque consigue esos precios enmarcando con la obra un casquillo encontrado en Utah, o un trozo de un paracaídas usado el día D, consiguiendo que los firmen veteranos pilotos auténticos… En fin, que los cuadros merecen ser vistos, de verdad que me parecen muy bonitos, pero no sé yo si él merece que le sean comprados.
Y luego corriendo a las baterías de Maisy, que son los búnkers y trincheras cavados por los alemanes como infraestructura para sus cañones anti-“todo lo que venga por el mar”. Al final se trata de pasillos con taludes de tierra a ambos lados, que unen plataformas de hormigón y habitaciones enterradas (entiendo que eso serán a los ojos de los pobres que estén leyendo esto y el rollo del desembarco no les interese un colín, que están en su derecho). Sólo una de las cámaras de la tropa conservaba algún objeto: una estufa de leña bastante corroída, y la estructura de un catre. Todo ello, en la casi absoluta oscuridad. Esto es todo lo que he podido hacer…
Y pitando al museo de los Rangers, que estaba a cinco minutos. Me ha costado llegar Dios y ayuda, porque había una feria que mantenía cortado el tráfico en todo el centro del pueblo. Y cuando llego, a las 17:32, está cerrado. Curioso, porque tanto el folleto que me dieron en la oficina de turismo como el cartel que tengo delante de mis narices en la puerta del museo dice que cierra a las 18:30. ¿De Alaska?
Doy la vuelta al edificio, subo por una escalera trasera hasta la primera planta y, a través de un cristal, percibo movimiento dentro. Golpeo con los nudillos y una señora se da la vuelta y empieza a hacer aspavientos con los brazos (me siento como un Boeing 747 al que el personal de tierra da instrucciones para ir al finger). Yo me hago el sueco y vuelvo a golpear el cristal, hasta que a la buena mujer no le queda más remedio que aproximarse y abrir la ventana para poder oírnos. Que ella no es más que la señora de la limpieza, pero el museo está cerrado, de eso está segura. - ¿Y cartel con el horario que hay en la puerta, reina mora? - Es que “exceptionellement” el museo cierra antes. Es que hay feria… - Sí, de lo la feria ya me había dado cuenta, gracias.
El caso es que sólo podía ir a un lugar, el único sin hora de cierre: Pointe du Hoc (puesto de artillería alemán, con sus correspondientes búnkers, en una punta de tierra que, sobre un acantilado, se clava en el mar, y desde el que se controlan el acceso marítimo a Utah y Omaha).
Ya estuve el año pasado (para no aburrir, véase Nos vemos en Escocia: Un pedazo de historia), pero el problema de horario y el hecho de que entonces hubiera una sección cerrada, además de la siempre hermosa vista, máxime a esa hora de la tarde, invitaba a volver. No contaré de nuevo la proeza (en parte innecesaria) que los Rangers hicieron en aquel lugar. Ni el tamaño de los cráteres que el fuego de artillería aliado ocasionó.
En la parte que el año pasado estaba cerrada, además de asegurar los acantilados por los desprendimientos, ahora se podía ver la espada de los rangers en lo alto del puesto alemán más avanzado sobre el mar, como homenaje.
Como veis, en todas partes, especialmente en los monumentos financiados por Estados Unidos (sobre esto, ved también Nos vemos en Escocia: En pezado de historia), profusión de información y explicaciones para el visitante.
Y por último al hotel. Bueno, residencia privada de un servidor. Para empezar, cuarto de hora para encontrarlo, porque decía estar en un pueblo y no, está pasada la señal con la banda roja diagonal, ya sabéis, la que indica que está usted saliendo del término municipal de… Pero eso sólo lo he sabido cuando he llamado al parroquiano. Al fin doy con él, un edificio solitario en medio de una carretera que une la nada con el vacío. En el parking, vehículos en la escalofriante cantidad de 1. Ni un alma.
En la fachada, el gastado nombre del hotel, y dos áreas diferenciadas: la de restaurante, claramente cerrada; y la de hotel, sospechosamente desierta y apagada. Me acerco a la puerta doble de cristal (ni me molesto en bajar el equipaje, porque me veo dándome la vuelta en cuestión de segundos), y la empujo. Cede, así que entro, y me acerco a la recepción que está... cerrada. Le han echado un cierre metálico como a los estancos de toda la vida. Miro a mi derecha, y sobre una mesa baja un cartel hecho con un folio doblado en 3 (para que se sujete en vertical, esto lo aprendí yo en los cursos de formación de la Firma) con el mensaje: Mr fulanito, su habitación es la número 2, y al lado la llave.
Yo que contaba con cenar algo en los alrededores del hotel o en el restaurante del mismo, voy contando con recuperar del maletero una lata de sardinas (como no tengo pan, las galletas bretonas harán su función, no hay problema; lo que hay es hambre). Eso sí, el wifi va de coña.
De vuelta hacia la habitación, ya con maleta (en algún sitio habrá que pasar la noche), me fijo en los casilleros de las llaves: todas ellas reposan en su correspondiente hueco, excepto la mía y la de la habitación 14. ¿Quién será el pringado?¿Y qué excusa le han dado para tener que subir una planta por las escaleras? Será que ha pedido una habitación tranquila, y como esta noche iba a haber jarana…
Vamos, que estoy en el hotel de El Resplandor, en el que no hay nadie para atender (me parece que como el otro cliente quiera una manzanilla en mitad de la noche, me toca levantarme a mí) y que según abro la puerta de mi habitación, la vista que tengo es esta:
Por favor, permitidme que insista en lo de mis plantas para el caso de que me encuentre con Jack Nicholson en los siniestros pasillos de este lúgubre y desierto establecimiento durante la noche. Son mi legado.
PD: Peñalara, te envío por mail los datos precisos del local, por si acaso…
sábado, 20 de agosto de 2011
Hoy debo confesar...
Mont St. Michel-Carentan-Utah Beach-Valognes
Si consigo hacer esto, es que soy un tío disciplinado; germánico, diría yo (luego entenderéis por qué lo digo).
Esta mañana, a primera hora (la mía, porque con las horas a las que me dormí ayer, prácticamente he vuelto a agotar el horario para dejar la habitación) he tomado una decisión sobre mi itinerario, y me he venido a Normandía. Con tranquilidad, por autopista, y con algún atasco (es sábado de agosto, ¿qué esperaba?), pero he optado por jugar al desembarco. No sin antes, por supuesto, hacer una foto de despedida a Mont St-Michel.
Y es curioso, pero es llegar aquí y sentirme como en casa. Me encanta este lugar. Pero antes de nada, una precisión: para aquellos que os perdisteis Nos vemos en Escocia (¡Bienvenu!, Un pezado de historia), sabed que a la vuelta de ese viaje pasé por Normandía en misión de reconocimiento, de cara a este año, y mira tú por dónde, aquí estoy otra vez. En aquella ocasión visité algunas zonas de las playas Omaha y Gold, así que si hago referencia ello, ese es el motivo. Y podéis leer allí mis impresiones de entonces. Procuraré no repetirme.
El caso es que, con calma, y tras una parada de información turística en Carentan (pequeño pueblo especialmente apreciado por los devotos de Hermanos de Sangre/Band of Brothers), he ido trazando mi ruta hasta llegar a donde, con algunos esfuerzos, esta mañana he conseguido alojamiento: Valognes.
Mi primera parada real ha sido en The Death Man’s Corner, un cruce de caminos que fue así bautizado cuando, tras varios días de invasión post-desembarco, aún seguía el cuerpo de un soldado americano pendido de la torreta de un tanque que fue blanco de una granada alemana en el día D. En ese mismo lugar es hoy visitable una casa que sirvió de puesto mando a los alemanes, primero, y a los aliados, después, y que ahora es un pequeño museo.
Como filosofía, no os voy a aburrir con cada cosa que vea en un monumento a los caídos, museo, playa… y cada historia sobre la guerra que llegue a mis oídos, porque sólo puedo conseguir que me esperéis a la vuelta para pegarme un tiro a mí, y no es plan (más que nada, porque el año próximo me gustaría hacer otro Nos vemos en…). El caso es que el pequeño mueso (e insisto en lo de pequeño, muy pequeño, está bien, pero prácticamente ocupa más superficie la tienda que la exposición en sí, lo cual es bastante indicativo), debo indicar, de nuevo para los aficionados a Hermanos de sangre, que hay un área en particular sobre el teniente (y luego más cosas, tras varios ascensos) Winters, de la Compañía Easy de la 101 aerotransportada, que hace ilusión ver. Pero es reducida, no os creáis.
Y luego, al museo del Desembarco de la Playa Utah, que es capaz de requerir un par de horitas para verlo como es debido, aunque al principio parece más pequeño. Aquí (en Normandía, digo), de todas formas, acabas oyendo varias veces las mismas historias, a las que sacan partido en varios sitios diferentes a la vez. Con esto no quiero decir que no merezca la pena visitarlos; sólo que no hace falta, ni mucho menos, verlos todos. Visitas alguno, te refrescan la historia, pones nombres, caras y contextos a los implicados, y acto seguido te vas a la playa a imaginar las terribles escenas, acciones, efectivos, equipos, historias personales. En eso consiste, creo yo, venir a Normandía, y específicamente hacer turismo del día D.
Viendo la playa Utah, uno entiende con relativa facilidad por qué la batalla en ésta fue considerablemente menos cruenta que en la playa Omaha: apenas existe desnivel entre la arena y las posiciones defensivas alemanas. Sin embargo, en Omaha, los acantilados de entorno a 30 metros no ponían las cosas nada fáciles a quienes, desde la arena, con pesados y empapados equipos, rodeados de los cuerpos de sus predecesores, intentaban alcanzar una posición segura bajo el implacable fuego enemigo; aparte de que los bombardeos preparatorios y los lugares de desembarco fueron mucho más precisos en Utah que en Omaha.
Hoy en Utah sólo queda el férreo esqueleto corroído de una barcaza de desembarco norteamericana, mucho menos de los restos que aún asaltan la conciencia del visitante de las playas Omaha y Gold, en algunos casos colosales, que impiden pensar en otra cosa que no sea el desembarco (como los restos de los puertos Mulberry de la localidad de Arromanches).
En fin, en cualquier caso, ambas se tratan de dos playas extensísimas, que hoy en día son un paraíso de paz, sin apenas un alma. Puedes ponerte a pasear y se pasan las horas volando, tienes espacio para ti todo el del mundo, un viento moderado pero constante que te mantiene despierto (y fresco), y una preciosa puesta de sol tierra adentro, no por el mar.
Ahora que lo pienso, otro de los motivos por los que me encanta Normandía es que la gente desaparece. En efecto, te puedes encontrar con turistas en los museos y baterías desvencijadas del día D (hay unos cuantos), pero nunca son una turba como en Bretaña, y menos por las carreteras, por las que circulas a tus anchas disfrutando de los kilómetros (no hace falta hacer muchos, las distancias son cortas).
En fin, el caso es que tras el baño de historia del siglo XX, en la playa, y con el fin de terminar hoy a una hora decente, me encamino a Valognes. Y cuando llego encuentro una ciudad pequeña, bonita y tranquila hasta morir (ni un alma en la calle). Entro a mi hotel (Gran Hotel de Louvre) por una estrecha cochera, a un patio y de él a una nave antigua, con techos altos en V soportados por vigas de madera, en la que dejo mi coche y con el equipaje a cuestas me acerco a la recepción, pasando antes por otro patio. Hasta aquí, la sensación es completamente de haber dejado la cabalgadura en el establo de la fonda esperando a que llegue el mozo y le cambie los herrajes, mientras me dirijo al posadero para conseguir un catre y unas viandas. Muy genuino todo.
El caso es que este hotel tiene mucho carácter; es pequeñito, y algo viejo, pero tiene encanto. Desde la recepción he visto los trajines de la cocina (antes había visto el restaurante, pequeño pero elegante y repleto, lo cual es buena señal) y he tomado nota, para luego. Además, el nombre del hotel coincide con el del museo parisino en el que obtuve mis primeros antecedentes penales en Francia: en una mañana, de mi primer viaje a esa ciudad, me llamaron la atención (como si hubiera guillotinado a Carla Bruni, por aquella época aún invisible cantante) dos veces: una por sentarme en una barandilla de escalera; otra por hacer sonar una alarma por algo parecido. El caso es que todo iba a favor.
La encargada de la recepción, que también lo es del restaurante, es una mujer de unos cincuenta y tantos, que me recuerda muchísimo a una hermana de mi abuela, que, española ella, de vivir en Zurich había adoptado una fisionomía totalmente suiza o alemana, lo cual le hacía parecerse al conductor del tanque Tigre superviviente de las escenas finales de Los violentos de Kelly, además de mantener siempre una indeleble y panorámica sonrisa, muy expresiva. Pues así es mi anfitriona esta noche.
Tras las gestiones habitacionales, decido darme el homenaje de cenar sobre mantel de lino en el restaurante del hotel: seis ostras de diferentes maneras (3 crudas con salmón y 3 gratinadas), solomillo de cerdo, y una especia de fondant de chocolate caliente sugerencia de mi pariente lejana, que ha resultado estar muy bueno. Todo ha resultado estar muy bueno (no obstante, las ostras al natural de etapas anteriores estaban mucho mejor, más auténticas). Y dado que no tenía que conducir, una copita de Burdeos blanco, que ha acabado siendo media botella, y por la patilla (lo que no me pase a mí).
Estaba yo tan ricamente a lo mío, cuando mis vecinos de mesa (una pareja en cena íntima, cénit de viaje romántico de fin de semana, pues no debemos olvidar que es sábado por la noche), en particular el varón, me ofrece la media botella de vino blanco que le resta por tomar, porque no va a poder con ella. Y yo busco la cámara oculta, claro.
He aquí una diferencia importante entre un americano, un francés y un español (a lo chiste de toda la vida): mientras el americano pide la “doggy bag” y se lleva la botella a casa porque la ha pagado, y el español se la bebe porque la ha pagado (aunque luego vaya a conducir), el francés se la ofrece al de la mesa contigua, porque es una pena tirarlo. Eso es clase y savoir faire, Oui Monsieur! Y yo, lógicamente, la he aceptado. Y además me la he bebido, claro. Pero no veáis qué corte, porque ellos han seguido un buen rato, y a mí me daba reparo rellenar mi copa con su botella, con ellos delante. Por eso, al principio les insistía: ¿seguro que no queréis más? Y luego, carretera y manta.
Finalmente, era ella la que pagaba la cena, así que es una señorita francesa la que me ha invitado a media botella de vino francés, aunque el caballero francés haya querido ponerse la medalla. Bueno, él se ha llevado la chica y yo el vino; por hoy, me parece bien.
Eso sí, ese calorcito que sigue a una cena rica con un vino rico ha empezado a apoderarse de mí (por eso tiene mucho mérito estar escribiendo estas líneas ahora, puñeteros, cuando debería estar durmiéndola), así que mañana deberé releer a primera hora estas líneas, por si debo autocensurarlas.
Por todo ello, y mucho más, y de ahí el título de esta entrada, hoy debo confesaros que estoy enamorado: me encanta Normandía. Vive la France! Y dulces sueños a todos.
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